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EL ADIÓS DE LA TIERRA

Todos contemplamos la explosión. Algunos lo hacen a muy poca distancia. Otros nos alejamos prudencialmente mientras las luces, el ruido y la miríada de olores se extienden en el cielo.

Luego, nos asombramos. Nos deleitamos con la irrupción de lo innombrable. Acogemos el horror y protegemos a sus víctimas. Recolectamos fechas, testimonios y pruebas. Escribimos la Ley y glosamos el relato de quienes han visto arder su piel, de quienes confiesan el grosor de las heridas. Hacemos del debate, que es sinfónico, un bello poema que nos inmuniza de las furias.

A continuación, buscamos el origen. Cercamos al culpable. Proyectamos in situ un horizonte frugal. Prometemos lo que nuestro espíritu impone y sin embargo no existe. Pisamos de nuevo las calles y pulimos los restos de sangre. Lloramos, como dijo el poeta, por todos los ausentes.

Y esto, que es grandioso, que es urgente, que es ineludible, dura un solo minuto. Un minuto que es de gloria. Un minuto revolucionario que es de éxtasis. Un minuto en el que la explosión, lejos de encanecer, sigue expandiéndose como un hervidero de espantos.

Después, ahuyentados por otro estallido, mudamos el abrazo. Mudamos el discurso. Mudamos nuestro lugar de culto para albergar nuevas voces. Voces de tez lacerada. Voces que son fieles y maravillosas. Voces que arrojan orfandad a quienes, como en Chernóbil, aún censuran el adiós persistente de la tierra.

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