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CARNICERO

El Carnicero (llamémosle así, a pesar de que hubo otro general apodado del mismo modo) interrumpe la lectura de su sentencia gritando «Yo no soy un criminal de guerra». A continuación, alza un diminuto envase de plástico y bebe de él. Su cuello rocoso y los pómulos ya estaban inflamados.

El abogado, sentado a su derecha, le observa con desinterés, acostumbrado a espectáculos privados —y no tan privados— de tono similar. Pero su rostro se contrae cuando escucha, en boca del carnicero, la palabra «veneno». Entonces él la grita, quizá con más vehemencia, y el magistrado que, segundos antes reprimía con un simple ademán el exabrupto del acusado, ordena cerrar las cortinas de la sala de visitantes, entre gritos y llamadas de auxilio. El Carnicero, dueño y señor de sus últimas palabras, fallece horas después en un hospital de La Haya, debido a un paro cardíaco cole provocado por la ingesta de cianuro.

Su muerte dramática, televisada y groseramente literaria convierte este acto judicial en un cierre teatral memorable.

Imaginemos ahora cualquiera de sus víctimas. Mujeres, niños, soldados y delatores que murieron en una esquina adoquinada, o a orillas del puente de Mostar, entre bolas de humo granulado y cadáveres, ansiosos todos ellos de burlar a la muerte —o recibirla— con la dignidad que brinda pronunciar las últimas palabras.

Imaginemos que pensarán de nosotros al saber que su honor, su escarnio y su admiración han sido eclipsados, a ojos del mundo, por un actor repleto de pavor y oscura poesía

 

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