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¡CÍÑASE AL OBJETO DEL DEBATE!

Como abogado, diré que nada hay más excitante que un buen discurso. Nada, ni siquiera el hecho de ganar un juicio. Ni siquiera la fama mercantilista que suele acompañar a quienes ganan mucho, a quienes ganan para el gran público, a quienes hacen del derecho a ganar una marca comercial.

El discurso (también llamado alegato, informe o trámite de conclusiones) constituye un momento hipnótico donde convergen retórica, pasión y justicia. No importa el asunto. No importa el valor del conflicto. Ni siquiera importa el justiciable. Se trata de vaciar el alma en pro de la verdad. Se trata, como bien hizo el viejo Sir Wilfrid Robarts, de resumir el mundo en un puñado de minutos, y de construir una respuesta (legal, filosófica o literaria) que obre el milagro de salvarlo. Se trata, en definitiva, de hacer justicia, y que un pequeño punto de luz inunde las esquinas, los suburbios y las prisiones colectivas en las que muere diariamente el aire libre.

Pero la excitación del abogado invocando la verdad y flambeándola topa siempre con la mirada del juez, con su gesto recio, con sus silencios impacientes por abreviar el debate, por limpiarlo de cualquier atisbo de pasión. En algún momento del discurso, ese juez dirá basta. Basta de salmodias. Basta de arengas e incursiones panfletarias. Basta, letrado. Cíñase los hechos. Cíñase a los términos del conflicto, que aquí es soberano, que aquí es impoluto. Cíñase, de una por todas, al objeto del debate.

Esta es la clave: ceñirse al objeto del debate. Vivir en su simplicidad sin mayor pretensión discursiva, sin ahondar en la miríada de verdades, pulsiones y peligros que nutren sus paredes.

El objeto del debate es soberano, simple y unívoco. El objeto del debate es fruto del consenso: del consenso político, del consenso económico, del consenso social, del consenso colectivo.

El objeto del debate es breve, formal y atávico.Y en él podremos hablar del crimen, pero no del criminal. En él podremos hablar de paz, pero no de jerarquías. En él deberemos hablar de mujeres y hombres libres, pero no de sus cadenas ni de los trozos de vida que malvenden a diario para ahorrar libertad.

Nada de ello cabe en el discurso, porque el juez que impone su reglaje también es un hombre. Un hombre hastiado, confuso y sumiso del tiempo. Un hombre breve, tan breve como ese mismo abogado que abandona ahora el atril arrastrando sus llamas inconclusas. Un hombre que algún día reclamará su minuto de pasión, mientras otro juez, que también será breve, le ilustrará con las bondades del objeto del debate.

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