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DAVID COMO GOLIAT

Mi primera entrevista de trabajo tuvo lugar en la sede de un gran despacho de abogados. En realidad, se trataba de una multinacional que prestaba servicios jurídicos en todo el mundo. Sus siglas lucían en la fachada del edificio como una señal, como una advertencia a trabajadores y enemigos, como la piel de un animal nada moribundo. Cuando me invitaron a entrar en aquel despacho demasiado largo y acristalado para alguien que aún transitaba en la veintena, soñé en seguida con ser uno de ellos.

 

Yo, que por aquel entonces militaba en las antípodas del gran capital; yo, que atesoraba de manera inconsciente iguales dosis de heroísmo y docilidad; yo, que no dudé en aspirar el aroma codificado con el regaban sus salones; yo, yo mismo, una vez comenzada la entrevista, les dije todo cuanto ellos querían escuchar. Y aunque allí, acodada en un extremo de la mesa, había una sola persona, sentí que mi discurso, mi plegaria y mi confesión estaban siendo escuchadas por otras muchas, quizá por decenas, quizá por cientos de observadores acostumbrados a decidir sobre el fracaso ajeno.

 

Entonces, la entrevistadora, deslizándose sutilmente en la mesa, me preguntó: «Si decidiéramos contratarte, si yo lograse convencer al departamento de Recursos Humanos que tú eres el candidato idóneo, que tú puedes aportar valor a nuestra compañía, que estás capacitado, más allá del tiempo y del esfuerzo que desde hoy te prometo, a construir una carrera nuestra casa, ¿qué estarías dispuesto a hacer por nosotros?».
No entendí su pregunta. O quizá la entendí demasiado bien, porque esta —su fatídica pregunta— era clara, directa y criminal. ¿Qué estaba dispuesto a hacer por aquella multinacional que tanto me prometía? ¿Estaba dispuesto a delinquir? ¿Estaba dispuesto a inocularme sus códigos éticos y sufrir así mi propia transmutación? ¿Estaba dispuesto a venderles mi vida por un sueldo eximio, luego modesto, más tarde considerable, a continuación, extraordinario y por último millonario? Era aquella —insisto— una pregunta tan radical y transparente que solo pude, o supe, contestar con un monosílabo: todo.

 

Yo —a mí regreso—, aún virgen y revolucionario, dije todo. Yo, que guardaba frescas, mis lecturas más simbólicas y radicales, dije todo. Yo, que al inicio de aquella reunión prometí odiar a quienes me cerraran el paso, dije todo. Y ese todo, que para mí fue salvaje y para ellos ridículo, se convirtió en nada. Tras un tibio apretón de manos, solo hubo silencio. Un silencio que se alargó durante días. Un silencio que se transformó en una poderosa revelación.

Existen dos formas de afrontar el rechazo. La primera e instructiva. Un no puede ser un regalo, o una señal inesperada —quizá extraordinaria— que nos advierte del peligro que hubiese traído consigo un sí. La otra es reactiva. Podemos asumir el no como una declaración de guerra, como una injusticia que solo puede ser revertida con un acto superlativo de justicia. El no que consideramos sanguinario puede ser el motor de un fabuloso proceso de reconstrucción, más allá del lugar al que la dirijamos; más allá de las emociones que, en algún tramo del camino, consigan contaminarla; más allá de precios, amistades y devaluaciones humanos.

 

Y yo, tas haber recibido aquel no por respuesta —un no seguramente estadístico y arbitrario; o un no fruto de mi inexperiencia—, sentó un dolor que me retorció el alma. A mí, que odiaba las estructuras impuestas por el capital, el no de una gran multinacional que había decidido eximirme de una década de esclavitud, me causó una profundísima herida. Por norma general, el rechazo nos lleva a abrazar actitudes extremas, o estados de emoción —también de opinión— situados en polos opuestos, en escenarios muy diferentes al que originó el no inicial. En mi caso, tuve una gran oportunidad de meditar sus consecuencias, de analizar pros y contras, de regresar a esa burbuja ideológica que aún conservaba de manera vívida. El rechazo de aquella gran multinacional pudo haber despertado en mí un odio mayúsculo hacia todas las multinacionales, hacia aquella caterva de engendros que operaba hermanadamente con quien me había cerrado las puertas.

 

Así fue. Odié como nunca había odiado. Maldije sus principios como nunca había maldecido cualquier otra cosa. Me negué, con un fervor insano, a comulgar, favorecer o permitir que cualquiera de ellas se cruzara en mi camino. Y solo había una razón. Una poderosa razón que me endemonió durante años: sería yo quien construyera mi propio monstruo.

 

Mi odio me obligó a equipararme con ellos, porque, en ese momento, en ellos residía el éxito, a ellos se les había atribuido la capacidad de construir éxito y esparcirlo sobre una generación que había desaprendido el valor de todo cuanto se opusiera a la abundancia. Quise derrotarles por imitación, porque, entonces, estaba bien visto admirarles. Ellos eran el cenit. Ellos eran el escalafón. Ellos habían construido un bellísimo —y minúsculo— ascensor social al que muy pocos tenían acceso, y por el que muchos —o todos— abrazaron el salvajismo. Yo no lo abracé, porque no pude. Porque no supe. Porque arrastraba lo que bien podría llamarse el orgullo de David.

 

¿Y qué fui sino un David enamorado de Goliat?, ¿un David mutilado y ciego que jamás quiso entender las claves del sistema, o los entresijos de una compleja red de tuberías sin principio ni final, sin terminales de llegada, sin maestros o mecenas que protegieran mi espalda? ¿Era el mío un pecado personalísimo, delirante y funesto o, por el contrario, se trataba del gran pecado de una generación, del lema impuesto por quienes idearon el mercado de trabajo en el que esclavitud y emprendimiento terminaron siendo homónimos, en el que una clase rígida y, en ocasiones, desmotivada, permitió el nacimiento de otra gran clase de excluidos, de aspirantes de eternos, de aduladores serviles con quienes cerraban las sólidas puertas del reino para reír a gusto?

 

¿Y a quienes lo intentamos sin éxito, a quienes malgastamos el tiempo acumulando piedras en línea recta, a quienes aceptamos jugar al Gran Juego de Juegos con las reglas trucadas no es atribuible la palabra fracaso? Lo dudo, porque el fracaso es una palabra en constante reinvención. Porque dicen que el fracaso no existe. Porque aseguran que el fracaso es un proceso necesario de aprendizaje.

 

Y no mienten: el fracaso es una razón —llamémoslo momento vital— pata evaluar aquellas otras razones que nos condujeron a él. El fracaso es un punto de inflexión para dirigirnos a otro lugar. ¿Pero adónde? ¿Fracasar en nuestro intento por imitar a Goliat nos debe conducir a nuevos estadios, quizá más frescos, quizá más idóneos, en los que seguir imitándole, en los que seguir copiando sus facciones, músculos y arterias de acero? ¿Fracasar supone asumir el riesgo de fracasar de nuevo olvidándonos de que David no solo anhelaba la victoria, sino también la vida? ¿La vida en paz, la vida contemplativa, la vida en perfecta armonía con esa otra naturaleza que desdeña el terrible espectáculo del mundo?

 

En su novela “El hombre invisible”, Ralph Ellison retrata la desesperada lucha de ciudadano por salir del anonimato, por reivindicar su presencia en una sociedad cuyas complejas estructuras opacaban siempre al pobre. Todos sus esfuerzos son en vano. Su lucha constante por la reinvención, la aproximación y la adulación a quienes, por razones históricas, tenían el poder de abrir las ventanas del mundo, termina recluido en un cubo de basura. Un hombre, aparentemente libre, vestido con traje y corbata, pide auxilio desde el interior de un cubo de basura. Es un auxilio moral, casi atávico, que nace en quien aún confía en la bondad y limpieza de los grandes jugadores del mundo, de aquellos que emplean el trucaje como un mecanismo de supervivencia. Si el personaje de Ralph Ellison hubiera conseguido salir del cubo de basura y, en lugar de dirigirse a las oficinas que atesoran el poder, la fama y el crédito, hubiera dicho basta, ¿deberíamos haberle atribuido la palabra fracaso? ¿Deberíamos haber atacado su rendición, su notoria debilidad frente a las adversidades, su regreso a un cubo de basura distinto al anterior, quizá más digno, pero lejano, muy lejano, a los grandes receptáculos en los que abundan las mieles del éxito?

 

Hace veinte años, a mi generación nos fie inoculada una idea que fue ­­—o ha sido— tan destructiva como aparentemente productiva para muchos sectores del país. El aprendizaje, el cultivo del talento y la vocación carecen de valor frente a esa gran entelequia llamada “nómina”. Una buena nómina en una buena empresa generaba estatus. Y el estatus, poder. Y el poder, un frágil pero irresistible sentimiento de invulnerabilidad. El poder acumulaba poder, porque todos, absolutamente todos, lo ansiábamos. Ansiábamos consumirlo dentro de estructuras ya concebidas, o creando unas nuevas. Los laboratorios de ideas y los procesos de construcción empresarial estaban concebidos para fabricar poder, para imponérselo al resto. Máquinas, máquinas poderosas impermeables a su propia vileza.

 

Veinte años después, y con nuestra salud emocional y mental más frágiles que nunca, nada ha cambiado. Las grandes estructuras empresariales han iniciado un proceso de reconversión, han abrazado públicamente el humanismo mientras la red de tuberías, en la que unos pocos tejen aún los detalles de la sociedad, sigue intacta. Empresas y organizaciones que nos han cedido el testigo, que nos han convertido en protagonistas, que nos empujan a competir como marcas personales desde la más absoluta vacuidad. Todo ha cambiado y todo sigue igual. El anhelo ya no reside en los grandes edificios sino en los muchos corazones que se imponen transformar el mundo. Nosotros somos ese gran edificio, tan lujoso como el más alto de los rascacielos y tan sediento como sus fatales ocupantes.

 

Confieso que mi sed sigue intacta, o al menos seguía. Porque, en ocasiones —y puedo dar fe— el hermanamiento entre David y Goliat no hace sino romper los mimbres del más débil, y causarle una ceguera que no es blanquecina ni reversible: es y será una ceguera oscura preñada de delirio.

 

¿Y qué queda, entonces, si la arbitrariedad, el deseo y el tiempo lo han destrozado todo? ¿Qué queda en nuestras manos que no responda al vicio del poder, que sea sordo a sus llamadas y cantos de sirena?

 

Queda (nos queda) el arte. El papel. Las letras. Quedan el pensamiento, la rima, la metáfora, la historia incompleta, la historia reescrita, la fábula y la denuncia. Quedan la escritura y la fragilidad de la creación. Queda lo imposible. Queda lo imperfecto: aquello que, solo por el hecho de serlo, perdurará más allá del fin del mundo. Quedan quienes están dispuestos a reunirse solitariamente y bajo el más tedioso de los anonimatos, para reparar —quién sabe cuándo, quién sabe cómo— lo que otros arruinaron imitando al poderoso y bello Goliat.

 

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