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Nunca he sabido responder a las preguntas difíciles. Al menos, no sin evasivas. Imagino que se debe a una extraña deformación profesional. Hace unos días escuché la pregunta más difícil del mundo. Un niño, agarrando fuertemente la mano de su padre, dijo: «Papá, ¿es cierto que, si te mueres, ya no puedes seguir viviendo?».

Sonreí. Sonreí al igual que hizo el padre. Sonreímos porque, posiblemente, teníamos la misma respuesta. Una respuesta sencilla, demasiado sencilla, y también lógica, siempre y cuando se expulsaran de nuestra ecuación imaginaria palabras como hospital, accidente, balística, víctima, globalización, terror, gas, geoestrategia, hambruna, malaria e infección; y también conceptos más complejos como cordón humanitario, daño colateral, política de inmigración, proceso de asilo, campo de desplazados, Consejo de Seguridad o veto.

De lo contrario, algo tan absurdo como la vida feliz de los muertos sería, para tranquilidad de ese padre, la más bella y estricta de las mentiras.

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