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DOS MÁS DOS

Casi siempre, dos más dos es igual a cuatro. Y ese cuatro se yergue sobre nosotros con una impronta mayúscula, casi definitiva. Operar con esta lógica es, a veces, imprescindible y cómodo. No existe la necesidad de buscar ese decimal extraordinario y aleatorio que da brillo a la formulación, que sirve para abrir un espacio inexplorado, apto para el descubrimiento de nuevas verdades. Me pregunto si esta idea —que es simple y directa, y, por qué no decirlo, irrefutable— debe ser exportada sin someterla a juicio, sin asumir que la exactitud y el equilibrio pueden ser conceptos disfuncionales.

Como abogado sé que la defensa de un caso y su contra defensa pasan siempre por la aplicación o interpretación de una misma norma, de un mismo principio o de un mismo hecho irrefutable. Pondré el siguiente ejemplo: el artículo 9.3 de nuestra Constitución garantiza la «interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos». Ello significa que el Estado, encontrándose en el ejercicio de sus funciones, no puede cometer excesos, ni ser arbitrario, y mucho menos pervertir los fines que persigue la Ley. Este mismo artículo –—que es para los juristas es bellísimo, tanto como un verso— sirve para defender una postura y la contraria. Este mismo artículo significa todo y, al mismo tiempo, invocado de forma pueril en un tribunal, puede no significar absolutamente nada. Si yo quisiera defender a mi cliente asumiendo que este artículo, pronunciado sin más, puede responder a la lógica del dos más dos es igual a cuatro, y renunciarla a desgranarlo con la dosis justa de creatividad, no conseguiría nada, o a lo mejor obtendría todo. Si lo hiciera, en nada hubiera ayudado a mi cliente, porque el resultado de ese juicio, aun siendo favorable, habría sido fruto del azar.

Al admitir que el artículo 9.3 de la Constitución merece tantas interpretaciones como conflictos existentes, debo aceptar que dos más dos puede dar lugar a un resultado imperfecto. Pero esa imperfección, lejos de ser repudiable, engarza en ocasiones con el concepto más puro de justicia: aquella que es capaz de desmembrarse en favor del débil sin perder su unidad; aquella que puede romper el paradigma más sólido sin ser desleal con su esencia.

La literatura y la Ley, así como el ejercicio de ambas, se diferencian muy poco. Al igual que cualquiera de las normas vigentes, al igual que las más excelsas declaraciones jurídicas, la literatura constituye un vehículo imprescindible para descifrar la verdad. Y esta, al igual que el artículo 9.3 de la Constitución, merece múltiples interpretaciones y puede ser desmembrada en pro de extensas minorías. Hay tantas verdades como conflictos, y hay tantos conflictos como dolores silenciosos. Mi dolor no es equiparable al dolor de mi camarada, y el dolor de este puede ser tan profundo que no admita una sola respuesta, y menos aún soluciones uniformes. Aplicar la regla del “dos más dos” a la literatura e imponerla como un dogma supone negar la complejidad del mundo. Aceptar que este es observable con un prisma prefabricado, lineal y predecible, supone rechazar que nosotros y nuestro entorno somos miniaturas inacabadas, y que la supervivencia de ambos no depende de una sola afirmación, o de esa idea mercantil que vanagloria el sencillismo, sino de algo más profundo, quizá inexplicable. Algo que, por ser literatura y estar entrelazada con las costuras del alma, pervive a lo largo de la historia entre cataclismos y orgías de dinero.

 

 

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