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ELOGIO DE LAS MINIATURAS

En su novela Un país terrible, Keith Gessen afirma que la diferencia entre la Unión Soviética de Stalin y la Rusia de Putin reside en las múltiples ventanas de los múltiples edificios de las múltiples ciudades que se extienden a lo largo del país. Algunas de esas ventanas son minúsculas y grises, mientras que otras ––la mayoría–– están teñidas de rojo. Todas parecen uniformes. Todas se ajustan a ese extraño rigor que atesoran los grandes países, pero lo cierto es que no hay ni habrá jamás dos ventanas iguales.

Ello significa que entre la Unión Soviética de Stalin y la Rusia de Putin hay algo más que la nada, algo más que un espacio yermo y gigantesco entre dos extremos. Es, precisamente, en ese espacio repleto de contradicciones y grandes miniaturas donde cohabitan todas las vidas. Vidas que son minúsculas y gloriosas. Vidas que causan dolor. Vidas que grisean los costados de la Historia sin que nadie repare ––y mucho menos altere–– el color de sus ventanas.

En uno de los pasajes de la novela de Gessen, el protagonista intenta explicar a tres agentes del FSB por qué su organización, llamada Octubre, es revolucionaria pero no estalinista, o por qué sus protestas contra la oligarquía petrolera no les convierte en un movimiento antisistema. Es posible ser socialista en Rusia, insiste él. Es posible rebatir los excesos de un sistema salvajemente liberal sin sacralizar el colectivismo. Es posible ser opositor sin merecer una etiqueta.

Y también es posible amar a Rusia y a Estados Unidos, y releer el marxismo en un dispositivo móvil. Es posible construir dentro de nosotros mismos una letra pequeña y defenderla hasta la muerte, y también modificarla. Es posible entregarse a los matices que destruyen lo que fuimos, para reconstruir a ciegas lo mucho y poco que jamás seremos.

Todo es posible.

Todo es posible ––no solo en Rusia––, pero también terrible, porque no hay sistema que no persiga a quienes recolectan la viruta, que no expulse a quienes elogian o se asombran por la textura de una gran esquina. No hay sistema que descubra sus cartas y diga: «Para yo poder juzgaros, juzgadme».

Ni hay ley en la vasta pradera que separa los polos, salvo millones de miniaturas malviviendo en la verdad.

 

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