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ENDEREZAR EL TIEMPO

Nada hay más valioso para un escritor que rescatar del anonimato a mujeres y hombres. La Historia está compuesta de nombres, de breves existencias que marcaron su curso. Nadie es minúsculo ni relativo. No lo fueron los troyanos que combatieron contra Aquiles y a los que Homero honró certificando sus nombres y apellidos en todas las batallas de la Ilíada. Tampoco los soldados que permitieron a Napoleón cabalgar por las calles de Moscú y a los que Tolstói dedicó el epílogo de su obra magna. Y menos aún don José, el insignificante protagonista de la novela Todos los nombres que permitió a José Saramago oponer dos conceptos incompatibles: anonimato y justicia.

Nombres, una breve descripción, el contexto que les sitúe dentro de la memoria colectiva. Reverdecer páramos que hoy observamos desde la autopista como si fueran paisaje, como si nada hubiese sucedido en ellos salvo en nacimiento del polvo. Un simple cartel, una advertencia orográfica, gravilla sobre un cadalso a medio excavar: allí reside el compromiso del escritor, en el silencio de quienes dialogan con la muerte.

Pocas novelas han rescatado a quienes hoy duermen en las páginas de los registros civiles como si en nada hubiesen contribuido a la construcción del presente. Víctimas, héroes inconclusos, seres que padecieron la enfermedad al raso, sin más consuelo que la imaginación de Dios. Todos ellos merecen una línea, un párrafo que les exima del fuego. Todos los lugares que hoy entorpecen el progreso merecen una fábula, un cuento a medianoche, el poema que hidrate sus venas abiertas. Todos merecemos el esfuerzo de Juan Gómez Bárcena en su última novela, Lo demás es aire, por enderezar el tiempo y a quienes lo nutrieron con verdad.

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