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ESCOMBROS

Los manifestantes extienden la bandera como si fuese una alfombra, y la ondean a lo largo de la calle entre gritos y amenazas de asalto. Desde su ventana, él también grita, y alza el puño en señal de protesta, y observa, con preocupante limpieza, el rostro de quienes nutren la columna.

En la cercanía de los gritos, en la colación de los espíritus y en la hermosa hermandad revolucionaria reside la enfermedad. Para ahuyentar su profundo deseo da un paso atrás.

Entonces una gruesa explosión rompe el cielo de la ciudad.

Ahora las vértebras de la calle adelgazan bajo el fuego. Ahora los vivos gritan y se palpan la cara. Ahora él, expulsado del hogar y convertido en preso, se ajusta la mascarilla dentro de un gran charco de cal.

Y camina a tumba abierta entre cascotes, gestionando auxilios y aplacando a quienes piden, bajo sábanas de piedra, una transfusión de aire. Algunos lo abrazan, otros tocan su mandíbula; los más atrevidos besan su mejilla azul creyendo ver a Lázaro.

Solo cuando cae la noche y ruge ya el vapor de la muerte, él grita basta; y ahuyentando por segunda vez aquel profundo deseo, busca entre los escombros una mascarilla limpia que le permita regresar a casa.

 

 

 

 

 

 

 

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