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ESPEJOS

Alguien dijo, quizá declamando, que nadie en su sano un juicio elegiría Lesbos como lugar de vacaciones, ni los campos de Moira, ni cualquier otro lugar con altas dosis de plástico, bidones y ríos de gente abrasada por el sol. Allí reside la desnudez más extrema. Allí cohabitan los parias. Allí se extiende la muerte como una mancha fuera de control.

 

Y lo hizo, quizá declamando, para aludir a sus propias costas; al lugar en que otros, que no son los otros, deben disfrutar de su tiempo de ocio, de su vida en línea recta, de su indeleble oasis vacacional. No podemos, insistió, convertir esta tierra, y a quienes la habitan para el disfrute de la gente amiga, en el espejo de aquellas otras costas que han hecho de este drama una vigorosa secuela.

 

Sin embargo, ese mismo “alguien” debería preguntarse quién es espejo de quién; o en qué segmentos de esa trágica homonimia nos encontramos nosotros; o si los miles de personas que duermen hacinadas en los muelles, o en cualquier otro gueto portuario destinado a la descarga, son, en realidad, una prolongación foránea de nuestra gran nimiedad.

 

Para Mohamed Mrabet (Tánger, 1936), todos los espejos acumulan y expanden la Verdad. Y se levantan frente a nosotros como una sólida pared, como un canal de reflejos cruzados que nos reconstruye sin regocijo ni métrica. Como sucede en su novela El gran espejo (Cabaret Voltaire, 2020), esa imagen que destrama al observador provoca terror, sí, pero también atracción; y, en ocasiones, si tenemos suerte, una frágil consciencia de sangre que nos obliga a romper el cristal, que nos exime de la rectitud vacacional, que nos devuelve al otro lado del espejo con mucha más pasión que tristeza.

 

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