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FRÍO

Nuestra primera noche en la ciudad estuvo marcada por el frío. Recuerdo del vapor gélido que exhalaban los adoquines y el modo en que penetraba nuestra ropa, como si esta fuese papel quemado.

Atravesamos el puente Vecchio buscando refugio en un apartamento que avistábamos aún a demasiada distancia. Las calles asumieron su pose más adusta y vigilante. Sin esquinas. Sin techumbre. Sin espacios para el abrazo momentáneo de los cuerpos. El frío se convirtió de repente en un gran catalizador de urgencias. Y las calmamos cuando cerramos la puerta con llave, convencidos de que en los entresijos del hierro residía (y reside) la llama de la vida.

Jamás habría pensado (no lo he hecho desde entonces) en el frío como medicina contra el dolor, como herramienta para engañar a la mente, como alimento para calmar el terror que solo causan los grandes suplicios, las grandes adicciones, las mortandades ambulantes de quienes fracasan con genuina terquedad.

Peter Kaldheim, ex editor, ex camello, ex cocainómano y ex vagabundo, narra en su novela El viento idiota (Temas de hoy, 2020), el modo en que el frío de la ciudad de Portland le hizo olvidar su adicción a la droga, como si esta fuera un mal secundario, algo de lo que prescindir en tiempos de carencia.

El frío, convertido en razón absoluta, le hizo entrega de un cuaderno, un bolígrafo y la esperanza de sentir calor al abrigo de los nuevos tiempos.

Bendito sea el frío, me digo. Benditos sean los temblores, como aquellos que yo maldije injustamente a orillas del puente Vecchio.

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