No eres Rubin “Huracán” Carter, el más famoso de los campeones del mundo.
Pero sí un verso de Dylan.
O mejor, una estrofa.
O mejor, uno de sus himnos transformados en carne, o en llama de revoluciones perfectas.
No eres el huracán que pervierte las aguas del Mississippi.
Pero sí la fuerza volcánica que pule mis vicios.
Y llena de bálsamo mis sueños lisboetas.
Y cuelga mi nombre esquelético (y enfermo) en todas las librerías de los dioses.
No eres el huracán que siembra de monstruos las llanuras del pacífico.
Pero sí el grito universal de Walt Whitman.
Y el pilar discreto de una fachada sin luces.
Entonces yo digo:
¡Oh, huracán, mi huracán!
Dime si esta nave que comando concluirá sana y salva su travesía luctuosa.
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