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INSISTIR

Decía Susan Sontag que el estilo constituye una vía perfecta para insistir en algo. Palabras, gestos, posturas que se condensan a lo largo de una vida y que sirven, quizá de manera deshebrada, para exponer un mensaje.

Es el mensaje un legado. Es su mensaje el legado de otros. Es nuestro mensaje la extraña acumulación de legados que asimilamos y vociferamos con la firme autoridad que nos da la existencia.

Ahora bien, ese hombre que accede a la sala de justicia con las manos esposadas, con la piel convertida en corteza, con el hedor absoluto de las esquinas, de los catres y de las manos que exudan la sangre, parece inmune al estilo.

Nada en él es genuino. Nada, salvo esa nota arrítmica y elemental que le impone tozudamente él abismo.

Este hombre condenado, y que ahora comparece para recordarnos que es un hombre condenado, y que debe quemar sus días como tal, ha dejado de insistir. Ha dejado de comunicarse con el mundo.

Lo separa un recinto cosido con esquirlas en el que todos, incluidos los reyes, predican la mudez. No hay voces dentro. No hay aullidos en la calle liberada. Ni siquiera el silbido del aire, con su regusto insoportable a concertina, parece terrenal.

Quienes dejan de insistir, insisten en morir, y este hombre ya ha muerto. Se ha rociado con tierra y camina intramuros con la rígida estampa de quien yace en las alturas, de quien ha renunciado, por imperativo legal, a los matices que arborizan su apellido.

Dado que es él ya un hombre muerto, os pido no lo matemos dos veces. Y mucho menos insistamos, cargándonos de estilo, en el hecho infame de que ya no vive entre nosotros, ni que regresará jamás destilando aire fresco.

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