Sus ojos cavilan bajo el mármol, y miran fríamente a quien ya ha comido, y a quien ora en la mesa por la suerte de un hambriento.
En su cráneo brillan las luces enfermas; sombras yermas que despiden calor. Heridas plásticas sobre una frente seca.
Hay piedras bajo el pecho, y solo un exiguo pantalón vocea su edad.
El médico usa guantes.
El funcionario que vigila la estadística ajusta su mascarilla y tose.
Hebras colgando de los hombros.
Huesos malviviendo entre equilibrios.
Dicen que tiene trece años y pesa diez kilos.
Dicen que es una gota entre ochocientas quince millones.
Dicen, o digo, que nadie tiene derecho a mirarle.
Y mucho menos a jugar con su comida como si fuera una partida de póquer, como si ya nada importara entre los muertos.
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