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LA CAVERNA Y EL ESPECTÁCULO DEL MUNDO

Imaginemos la siguiente situación. Dos escritores conversan con un lector sobre el origen, modo y sentido de sus respectivas obras literarias. El lector, que escucha atentamente, confiesa al término de la conversación que solo puede comprar un libro. Abriendo su cartera y enseñando un solitario billete de veinte euros, que bien podrían ser dólares, pregunta a los dos escritores qué libro debe comprar. Todo saben que un dilema de este calibre no puede ser resuelto en términos binarios. A la decisión final debe precederle un debate más profundo, quizá de orden espiritual, para el que los dos escritores no están ni siquiera legitimados. Y, sin embargo, en ellos está la respuesta.

 

Es lógico pensar que deseo y acción, en este caso, no vayan de la mano; y que los dos escritores, dueños ahora de un dilema interior, abusen en su diatriba de la equidistancia y el piropo compartido. Pero ambos desean la muerte del otro. Ambos anhelan la conquista de ese espacio paralelo que les permita alargar los brazos y, en mayor medida, su propia voz narrativa.

 

En su libro de memorias Quemar los días, el escritor norteamericano James Salter definió ese extraño impulso por la invasión literaria como “deseo de inmortalidad”. Pero de qué modo ese deseo es compatible con el deseo de los otros. En qué medida el espacio creado por el autor, a través de la búsqueda de la perfección estética, no persigue la oclusión de otros espacios. Bajo qué circunstancias el ego literario/creativo que permite la obtención de la Belleza tiene en su horizonte un fin colectivo y no personal.

 

La declaración de principios con la que David Foster Wallace abrió su relato Good Old Nelson («He sido un fraude mi vida entera. No estoy exagerando. Casi todo lo que he hecho todo el tiempo es crear una impresión de mí en otras personas. Generalmente para caerles bien o que me admiren») esconde un problema sistémico. No hay modelos productivos, ni pretensiones productivas y tampoco aspiraciones creativas que no conciban la aceptación como un acto de exclusividad. Dicho de otro modo, en la búsqueda del número uno siempre hay un número dos, y ese número dos debe estar lo más lejos posible del número uno, y, a poder ser, en un espacio reducido que no escape a la vigilancia de quienes lo protegen.

 

La literatura como cauce de expresión, que tan bien definió Zaddie Smith en su ensayo Fracasar mejor, es incompatible con un sistema (no solo literario sino global) cuyo concepto de progreso es profundamente reaccionario. Ese sistema, proyectado sobre la Pared Global como si fuese un juego de sombras, determina la extensión de nuestros propios espacios, y nos coloca en la tesitura de aceptar, como reglas de juego supervivenciales, la competitividad, el exhibicionismo, la cosificación o la violencia.

 

Cuando, en una ocasión, preguntaron a José Saramago por el poema de Fernando Pessoa que más había influido en su vida personal y literaria, citó uno de los versos que el poeta atribuyó a su homónimo Ricardo Reis: «Sabio el que se contenta con el espectáculo del mundo». Pero el mundo, decía Saramago, es algo más complejo que un simple mecanismo espectacular. El mundo es el juego de sombras enunciado por Platón que, con tanta maestría, desarrollaría más tarde el portugués en su novela La caverna.

 

Para Saramago, salir de la caverna, o defender la construcción de un sistema alternativo, implica asumir una posición moral que ponga fin a la sabiduría contemplativa del poeta. Y para él no hay mejor camino que la parábola para desmitificar el sentido capitalista de la felicidad, o simplemente denunciar, con enorme limpieza, las debilidades de ese sistema que todo lo conquista, que todo lo unifica, que todo lo resume en la transmutación materialista del tiempo.

 

Saramago no satisfizo su “deseo de inmortalidad” conquistando el espacio del otro, sino alejándose de él, convirtiéndose en una voz narrativa que asumió, como único deber, la presentación en sociedad del otro; y la construcción de una red comunitaria que albergara a todos los otros;  y la imposición de una nueva consciencia que les permita, más allá del juego de sombras que todavía hoy se despliega en la Gran Pared, reordenar el espectáculo del mundo mirándose, tocándose y asumiéndose entre sí.

 

 

 

 

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