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LA ESCUETA E IMPAGABLE SONRISA DE MI PADRE

Absorto frente al cristal y casi tan delgado como él, mi padre se observa a sí mismo. Estoy a su lado. Lo siento respirar. Y aunque lo intento, no sé cómo explicarle que la muerte, al menos esta vez, eligió a otro. Un “otro” muy querido y con su misma sangre, pero otro. Y dado que las facciones de ese “otro” son aún demasiado similares a las suyas, le ruego que no mire más, o que me mire a mí. Es insoportable presenciar su diálogo con la nada, o con la rigidez física de lo que ya no existe más allá de la memoria. El suyo es un diálogo servil y, en ocasiones, desequilibrado; tanto como su leve inclinación hacia el cristal cuando los operarios colocan junto al féretro una nueva corona de flores. Es ahora, bajo este brillo litúrgico que preludia lo que ya nunca será venidero, cuando pienso en la muerte.

Y lo hago convencido de que seré capaz de transformar esa gran revelación que ahora consume a mi padre en un fenómeno mucho más simple y moderado, tan natural, incluso, como la dicha de estar vivo. No pretendo hablarle de estadías terrenales, ni de esa transformación del espíritu que, en ocasiones, ha calmado su ansiedad frente a la rabiosa virulencia del polvo. Mi intención es transmitirle lo que él, tiempo atrás, quiso transmitirme, como si el conocimiento, siendo ya mío, debiera retornar a la fuente de origen.

Pero viendo la suave oscuridad de mi padre, descubro que él, más allá de su intuición sobre las reglas aritméticas que reordenan la vida, solo ha sabido exponerme el problema, solo ha podido extirparse una gran parte de su conflicto personal para entregármelo en mano, para hacerme saber que soy yo quien debo resolverlo.

Porque su conflicto es mi conflicto. Porque yo soy heredero de su emoción, y también observador de ese dilema absoluto al que me acerco ahora cogido de su mano. Y aunque él yo somos distintos, tanto como el lenguaje con el que ambos nos imprecamos dentro del tumulto, una indócil simetría nos ha transformado en espejo.

Juan Gabriel Vásquez aborda en su novela “Volver la vista atrás” la incapacidad de un padre, en este caso el actor Fausto Cabrera, de adiestrar a un hijo frente a lo irresoluble, frente al enigma que ayer fue alimento y hoy es preludio de vacío y de la deserción más absoluta. «Me pregunto por qué mi padre decidió que solo la Revolución podía educarme», dice el protagonista al relatar su experiencia solitaria, y en ocasiones dogmática, durante la Revolución Cultural en China. Y yo, que tras largas horas de observación y debate he reformulado esa misma pregunta a espaldas de mi padre, aplaudo (al fin) su escueta e impagable sonrisa.

 

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