Para Olga Tokarczuk (Sulechów, 1962), la errancia es sinónimo de salvación. Y también el antídoto contra los males del infierno, contra la prolongación circular del tiempo, contra la muerte (programada y frugal) de la carne. Porque nada hay más sagrado que el cuerpo, ni mayor crueldad que el ocaso (a veces estigio) de su porosidad.
Los relatos que Olga Tokarczuk aglutina en Los errantes (Anagrama, 2019) son fragmentos al margen del tiempo. Porque el tiempo es inmortal. Porque el tiempo es la frágil percepción de quienes viven ahogándose en él. Y el mundo, compuesto de vectores, sintagmas y símbolos del tiempo, es el gran lago que todo lo tritura.
Todos somos sujetos desanclados de la tierra, errantes en una travesía furiosa, y también divina, porque divina es la construcción colectiva del cielo. Sin embargo, me pregunto quiénes alcanzarán la sublime condición del errante. Quiénes podrán desmembrarse del otro y renunciar solitariamente a la caducidad y el vestigio, más allá del poder la luz, más allá de la sanación que siempre irrigan los placeres del vacío. Quizá unos pocos. Quizá ninguno. Quizá debamos asumir que el infierno y su pulida geografía conquistan diariamente la suela de nuestros pies.
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