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Sobre la novela “Alegría”, de Manuel Vilas

 

La literatura es un proyecto de inmortalidad. Así la definió Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) en su novela El ruletista: «Mi lector de ahora no es otro que la muerte. Veo ya sus ojos negros, húmedos, atentos como los ojos de un adolescente». Para otros, la misma vida es un proyecto de inmortalidad. Un lapso del que dependen los futuros abrazos y aquellas conversaciones que solo nacen tras la muerte del dolor. Para ellos, también para Manuel Vilas (Barbastro, 1962), la vida es solo la antesala de una vida eterna al lado de los padres, lejos, como ya escribió Elliot, de «esta basura pétrea en la que nunca prenderán nuevas raíces ni crecerán nuevas ramas».

            Alegría (Plantea, 2019) es el relato íntimo, introspectivo y autobiográfico de quien huye ese escenario plagado de escombros, de recuerdos angustiosamente poderosos. Una huida poética (por momentos acmeísta), a través de la belleza de la cotidiano: «Me dedico a ver la intensidad con que se saluda la gente. Imagino los vínculos por la clase de abrazos, por los besos, por las sonrisas». Lo cotidiano es el amor (carnal y paterno) y la frustración. Porque ambos son fuente de la emoción más bella que puede experimentar un ser humano: la alegría.

Alegría convertida en antítesis del dolor. Si algo consigue Manuel Vilas es que su dolor sea nuestrodolor. Y que dolor sea una premisa colectiva. Y que la invocación de los padres muertos (como recuerdo, como guía, como lugar de espera) sea nuestra propia invocación.

Alegría, al igual que su gran antecesora, Ordesa (Alfaguara, 2018), puede ser vivo ejemplo de los que muchos críticos han definido como Literatura del yo. Más allá de modas y géneros literarios, debemos preguntarnos cuál es el sentido real de dicha corriente, si es que ella existe lejos del viejo ideal proustiano por el que algunos autores pretendieron (o pretenden) encapsular la esfera fragmentada del tiempo.

Defendía Laura Fernández en un reciente artículo publicado en la revista Babelia que la literatura, más allá de géneros y pautas literarias, es un acto de auto exposición, en la que el escritor decide el medio y el grado de interacción con que se desnuda delante del lector. La elección del género quedaría reducido a una cuestión de conveniencia subjetiva, o de eficacia en la transmisión de la experiencia vital que justifica el acto de creación. La Literatura del yo sería una modalidad creativa más en ese deseo/necesidad de exposición.

Es el sentido histórico del yo lo que diferencia a unas corrientes de otras. Para algunos autores, la auto exposición es concebida como una reivindicación generacional (siempre crítica y retrospectiva) que conduce a la disolución del autor dentro de la Historia. Annie Ernaux (Normandía, 1940) definía su misión literaria como la de alguien que «Solo mirará en su interior para encontrar el mundo, la memoria y el imaginario de los días pasados, captar el cambio de ideas, de las creencias y de la sensibilidad, la transformación de las personas y del sujeto, que ella ha conocido y que no son nada, quizá, frente a quienes conocerá su nieta y todos los vivos en 2070». Otros autores como el francés Édouard Louis (Hallencourt, 1992), emplean la experiencia (ficcionada o no) como motor creativo y no como razón, de modo que el recuerdo se convierte en material y no en mensaje.

Pero Manuel Vilas reside en un subgénero distinto, quizá más anárquico y desestructurado, pero muy eficaz, que bien podríamos denominar Literatura de la salvación o Literatura de la verdad, porque la verdad es el único camino hacia la supervivencia y Manuel Vilas solo busca sobrevivir. Sobrevivir más allá del acto literario, más allá de la emoción paralela que despierta en el lector. Porque esa lucha titánica, y poderosa, despierta emociones paralelas, conexiones que exceden del espacio común y que por momentos alimentan un imaginario (pasado y futuro) ajeno al marco de la ficción. La nostalgia por los padres muertos y la necesidad (que no deseo) por un reencuentro imposible no son ficción, y mucho menos la razón de un ejercicio narrativo.

En Vilas y en su evocación permanente del ayer reside un grito desesperado, parecido al de William Blake («Habla padre, porque si no me perderé»), y superior al mero acto de exposición de un escritor en la cima de su carrera. Como dijo Karl Ove Knausgaard en el cierre de su novela Fin, «cuando se trata de vida o muerte, nunca rige lo pequeño».

Manuel Vilas no es pequeño (jamás lo será), y Alegría, flamante finalista del Premio Planeta, tampoco.

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