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Siempre me he preguntado por qué razón siento envidia –esta es la palabra y no otra– de quienes han recorrido o recorren el mundo en busca de una nueva historia. Pienso en tipos como Richard Kapuscinski, Robert Fisk o Martín Caparros. Pienso en Letizia Bataglia o Renata Adler. Pienso en el infierno que retrató con tanta maestría James Natchwey. Pienso en esa llamada primaria –y en ocasiones dulce– que los llevó en alguna ocasión a abrazar el caos, a introducirse en él, y a comulgar con esa «masa tosca y desordenada» que Ovidio describió con tanta exactitud en su Metamorfosis.

 

Dentro de una gran historia hay una oscuridad llena de misticismo. Una oscuridad desconocida –porque las guerras del hombre son oscuras y casi siempre anónimas– que también es nuestra. Alguien debe alumbrarla. Alguien debe recorrer su anatomía y advertirnos que todos los horrores son homónimos, que el dolor ajeno nunca es inaprensible.

 

David Beriáin fue un periodista al que no conocí y sin embargo admiré. Admiré su corpulencia y su profunda convicción por la verdad. Admiré su capacidad para no desoír jamás el ruido de la muerte. Admiré su devoción –siempre pública– por quienes osaron quererlo libre. Su compañero Roberto Frías y él han sido asesinados en un lugar cualquiera de Burkina Fasso mientras construían una gran historia.

 

Para un novelista, recrear la liturgia de la guerra es sencillo. Basta con encontrar un buen compañero de viaje como Homero, Conrad o William Faulkner. Basta con acudir a la tenebrosa radiografía de la locura que todos ellos plasmaron en sus obras. Basta con dejarnos seducir por esa lírica enrojecida que suele oscurecer lo mundano.

 

Pero dar fe de la guerra es muy distinto. Y entregarse a sus cálculos con una venda en los ojos y muchísima vida entre las manos, también.

 

No envidio la muerte de David Beriáin y Roberto Frías. Pero mientras reflexiono sobre las múltiples contradicciones que malogran el destino –y lo vacían de su esencia más pura–, pienso en una frase que alguien me dijo hace unos días y que aún no he sabido digerir: «Mientras unos pocos podrían morir por lo que hacen, al resto nos mata lo que estamos haciendo».

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