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NO SOMOS SERES COMERCIALES

Si algo me trajeron los largos meses de confinamiento fue desapego. Desapego por todo y por todos; también desapego por la belleza inalcanzable; despego por lo común, por lo recitado sin ton ni son, por las medias verdades que terminaron, muy a su pesar, convertidas en versículos; despego por mí mismo, por mi impaciencia, por mi frustración de no gritar a campo abierto; despego por un mundo complejísimo al que adoro y odio por igual. Despego por esa tendencia obscena que buscaba (o busca) suprimir el dolor con fórmulas comerciales.

 

Desconozco si esta fue (o es) una sensación colectiva, o si el confinamiento no hizo sino desnudar —quizá de manera involuntaria— mis peores querencias. Sea lo que fuere, no fue una emoción amable, porque ni lógico ni amable es el deseo permanente de desconexión. Aunque el desapego es, en ocasiones, una pulsión inconsciente, motivada por causas inconscientes, obligado es combatirlo sin pudor, con trampas y movidos por un intenso deseo revolucionario. Para ello no hay mejor arma que la literatura.

 

En pleno confinamiento, y abatido por ese estado de desconexión que me hizo abrazar el clasicismo —con sus rigores y fórmulas, con su pasión por la estética y con esa hondura mágica capaz de desnudar tinieblas y consumarlas a la vez— me di de bruces con una obra que me fue reveladora. Memorias del subsuelo es una brevísima novela escrita por Fiódor Dostoyevski en 1864, eclipsada quizá por las obras monumentales que vinieron después y criticada por quienes vieron en ella una suerte de compendio filosófico y ejercicio de estilo. Nabokov, incluso, llegó a decir que era la peor de sus obras: retórica, introspectiva y vulgarmente autobiográfica.

 

Se trata de una novela menor que relata las penurias de un ser asocial, que blasfema contra el orden establecido y, sin embargo, se aferra febrilmente a él, como si no hubiese vida en sus márgenes, como si el destierro, traducido en soledad, fuese un preludio de muerte. «¡Os odio!», repite el personaje principal mientras recorre las densas avenidas de San Petersburgo, vestido con un elegante traje de tres piezas que pudo comprar gracias a un adelanto de sueldo y en el que ningún camarada repara: ni los altos funcionarios del Estado, ni los militares que ríen jocosamente junto al Palacio de Invierno, ni siquiera los mendigos que limosnean en los márgenes de la avenida Nevsky. Nadie repara en él. Y cuanto más invisible es su existencia, mayor es el odio hacia quienes pueden y deben salvarlo del infierno.

 

Pero el odio se transforma en deseo, y el deseo, en paréntesis de amor donde el héroe se reencuentra con la luz. En él se doblega ante el hermano, el humilde y la mujer amada. En él se detiene el combate contra sí mismo y contra aquellas raíces que, hasta el día ayer, consideraba insobornables. En él pide clemencia, porque el hombre desterrado necesita el perdón de quienes también sugieren su destierro. Hallarlo no es cuestión de voluntad sino de suerte. Es una búsqueda trágica, porque trágico es el dolor, trágica es la derrota, trágico es el desamparo del débil frente a su propia debilidad y frente a la fuerza, en ocasiones viciada, de quienes viven y ocupan todas las parcelas del sistema. Se trata, pues, de una lucha frenética por el reencuentro. La misma que Dostoyevski convirtió en tiniebla y que él mismo atravesó con una escalera descarnada y sucia: una escalera aceitada con esa luz amarillenta que arropa siempre quienes ansían la salvación.

 

Nada poseo del maestro ruso salvo una insana pasión por la avenida Nevsky, pero sí afirmo que, en esta brevísima novela, él hablaba de mí; y que el camino pedregoso y oscuro por el que peregrina el protagonista —casi a ciegas, aterido por la fiebre que nos entrega el insomnio— era el mío, o casi el mío, o quizá el camino o colectivo por el que todos hemos transitado (o transitaremos) alguna vez rodeados de tanta uniformidad y sinonimias.

 

No cabe duda de que la literatura es, en ocasiones, una mezcla de arte y revelación. En ella fluye el lector —convertido en personaje— desbrozando sus incógnitas, incluidas las más recónditas, incluidas aquellas que la belleza y la rima disfrazan de virtud. La literatura es enfrentamiento y perdón. La literatura es un discurso irracional sobre el hecho de amar, sobre el esfuerzo de quienes buscan el reencuentro desde la vida y la muerte —como hacen Abraham Lincoln y su hijo Willy en esa obra maestra titulada Lincoln en el bardo—. La literatura también es el altavoz en el que un hombre encerrado en un cubo de basura —así lo narra Ralph Elison en El hombre invisible— puede gritar socorro o blasfemar religiosamente contra quienes secundan su ostracismo.

 

La literatura es sagrada y no comercial, porque los desvelos del ser humano no son comerciales, porque los descubrimientos y los estallidos de luz no son comerciales, porque el dolor no es comercial, porque la sinrazón no es racional, porque lo espléndido, lo inmaterial y lo salvador no son comercial; porque el escritor, como ya dijo José Agustín Goytisolo, debe aunar las palabras reunidas para devolvérsela después a su auténtico dueño: nosotros. Y nosotros ni somos ni seremos jamás seres comerciales.

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