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NUNCA HEREDARÁS LA TIERRA

Ni siquiera llamaban a tu puerta. De hecho, para recibirles, debiste caminar mucho, y cruzar calles que aún respiraban incólumes. Eras un vehículo enfermo, rabioso y enfermo, de cuyo vientre colgaba una vulgar catarata de aceite. También gritabas. Les urgías a que se unieran a ti, a que hicieran de faldón mientras tú prendías las antorchas.

Y así recorristeis la ciudad: engullendo las baldosas, tiznando sus paredes con vuestro vaho primitivo, esparciendo trazas de una frontera que nadie quiso imaginar. Y a pocos metros del control, mientras la policía y los servicios de emergencia auxiliaban a los cientos de pasajeros, (todos delgados, todos sedientos, todos ciegos de esa sucia baratería que los había arrojado al primer mundo), formasteis un cordón inhumano, entrelazados con violencia, hinchando vuestras gargantas con las peores palabras inventadas por Dios.

Vuestra fue la bienvenida de las bestias. Y a medida que los pasajeros abandonaban el control (todos desnudos, todos enfermos de intemperie y yodo), tú diste un paso hacia delante. Elegiste al primero: un hombre de fibrosa estampa que orillaba su senectud con dignos movimientos, con la calma de quien se sabe vencedor a pesar de la guerra. Le impusiste tu sombra. Le escupiste en la nuca negándole todos los manjares paridos por la ciudad.

No fueron solo palabras. La sonrisa del hombre, que más bien era una mueca, encendió tus entrañas, y al acoso de verbos y aliento le siguió un empujón, y luego otro, y otro, y otro, hasta que el pasajero no pudo sino abrazar el suelo de la discordia y llorar. Y allí, le apaleaste, le denigraste y le hiciste tragar con gasolina la palabra patria.

Y dado que, impelido por tu oscura pedagogía, también le desnudaste, y lo mantuviste desnudo durante una hora, durante dos, durante tres, durante todas las horas en que un hombre desnudo puede combatir la desnudez, yo te desnudo.

Te desnudo a ti. Te desnudo ahora. Te desnudo aquí, en este cuarto sobrio, sin señales ni crucifijos, sin testigos que nos ablanden la plática.

Te desnudo para que expliques, para que me expliques, para que te expliques cuál es el origen tu presunto poder sobre el asfalto; de tu presunto poder sobre las fachadas que doblegan el calor, sobre los tejados de arcilla, sobre el cauce de aguas plúmbeas y la garganta tapiada con musgo que amuralle la ciudad. En qué medida el furor de la tierra, y de todo aquello que la percute, te define frente al otro. Por qué te apropias impunemente de cuánto vive a espaldas del hombre.

Dijo Thomas Wolfe: «A cada hombre, independientemente de dónde haya nacido, su oportunidad de oro»

¿Acaso es tuyo el oro y no del otro? ¿Acaso ha puesto en él entredicho la geografía de tu alma, o la poderosa oportunidad de ser tú? ¿Acaso no ves que es El Otro lo único que existe, lo único que enardece en la cadena de lenguaje?

Ven, hombre que yaces desnudo balbuceando suciedad. Ven y acércate a la ventana. Observa cómo se prenden las cornisas. Observa cómo palidece la tierra frente a la ausencia de viento. Observa el batallón de fuego que llena tu patria de profundos anillos y de muertos que desgastan el oxígeno. Obsérvalo con atención y dime qué será de ti.

Qué será de ti cuando busques alivio más allá del universo, cuando viajes junto al hombre al que desnudaste a una planicie sin alambradas ni concertinas, sin banderas, sin Estado y sin recursos más allá de vuestra buena voluntad.

Qué será de ti cuando no tengas patria, cuando el hombre desnudo y tú, que también lo estarás, debáis unificar el vocabulario en pro del alimento, en pro del cobijo, en pro del futuro.

No puedes imaginarlo porque eres estúpido. No puedes imaginarlo, porque de tu espalda desnuda caen las torpes cadenas que te hacen ser un animal. No puedes, pero él sí, ellos sí, nosotros sí; y estando tú desnudo te regalo la patria, para que vivas en ella, para que te pudras en ella, para que nades solitariamente en sus escombros. Te regalo esta tierra que arde para que nunca puedas heredarla.

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