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PASAJERO

Me entusiasma viajar en avión. Los aviones son un invento prodigioso. Hay poesía y ritmo en el vientre de un avión, y en sus ridículas ventanas de plástico, y en su silencio nocturno. Yo vivo dentro de un avión. Yo soy un pasajero permanente, anclado a una tarjeta de embarque, a un pasillo de tránsito, a una puerta de salida con ruido de fondo. Yo soy ruido de fondo. Un ruido mayestático, privado y sucio. Un ruido literario, pero no metafórico. La figura plomiza del avión es la gran metáfora del mundo. Yo soy un apéndice. Yo soy el tipo que llega a la terminal y se deleita con los abrazos, con las miradas de espera, con las horas reinventándose en una cafetería. Yo soy el gran imaginador de ciudades. Adoro imaginar las ciudades que duermen (o rugen) lejos de la terminal. Adoro pensar en las luces de un salón foráneo, y en el olor de sus muebles de madera, y en la música que ameniza las vigilias sexuales. Adoro construir confesiones cautivas que jamás entenderé. Y en esa terminal brillante y babilónica siempre doy un paso a tras, y regreso a mi avión, y cierro los ojos, y confieso a quien desea escucharme que debí quedarme más tiempo en esa ciudad desconocida. O simplemente romper mi billete gaseoso y quedarme para siempre.

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