Anna Ajmátova compuso su célebre poema “Requiem” tras una despedida que terminó siendo irrebatible: «Te llevaron al alba,/y fue detrás de ti como en un entierro». Así tuvo lugar la detención de su hijo y su posterior encierro en una cárcel de Leningrado. «En el ático oscuro lloraban los niños,/ y ante la imagen sagrada se derretía la vela./ En tus labios estaba el frío del icono/ Y un sudor mortal en tus cejas… ¡No lo olvidaré!/ Como las viudas de los Streslky,/ Aullaré bajo las torres del Kremlin».
Algunas despedidas traen consigo la ruptura del mundo. Surgen de la nada y están envueltas por ese ruido anticipatorio que destroza las entrañas e impone, sin medida y con vileza, la pasión de un cortejo fúnebre.
El líder opositor ruso Alexei Navalny ha puesto rumbo a Moscú después de haber sobrevivido durante meses a la muerte. Libre ya de radiación (todo apunta a que fue envenenado), regresa al lugar que le vio partir en una ambulancia y con el rostro envilecido.
Dice hacerlo la libertad, seguro de sí mismo y de su inocencia; puro frente a la impureza de un sistema que presagió su cautiverio con grandes letreros de cemento.
Pero, más allá del relato y del profundo heroísmo que lo nutre, la gran decisión de Navalny ha sido saber abandonar.
Abandonar los lugares comunes. Abandonar los lugares amados. Abandonar la luz. Abandonar la limpieza del aire. Abandonar el cuerpo que regresó de la muerte. Abandonar las caricias de quienes rezaron por su resurrección tras haber sido manchado con miseria nuclear.
Abandonar ese acto tan sutil de construir una vida.
Qué frases, me pregunto, qué delirios, qué insultos y silencios han precedido a ese sí final, al sí que inmola todos los síes, al sí que reniega de la libertad a cambio de nada.
O en palabras de Anna Ajmátova, qué asombrosa despedida hubo de celebrar Navalny antes de que cayera la palabra de piedra sobre su pecho todavía vivo.
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