Entre jadeos y sirenas tardías, hay un rostro que llora.
El mismo que, minutos antes, hablo de orografía.
Y de horarios.
Y de patrones de conducta.
Y que hace la señal de la Cruz.
Y que besa entre arcadas la tierra quemada.
Es el rostro del mal.
El mismo que ahora transforma el dolor el hielo cuando le obligan a abrir el maletero del coche.
Y que confunde sobriamente excusas y cuartadas.
Y que reclama, al otro lado del cristal, la presencia de un abogado.
Alguien que le defienda, o que le ayude a mentir.
Alguien que transforme su rostro maligno para no ir al infierno.
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