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SI YO FUERA UN ADICTO

Si fuera un adicto, que no lo soy, aunque quizás sí lo sea, reclamaría la atención de todo aquel que dijera llamarse Mefistófeles, y me ataría a él de pies y manos a cambio de una mísera dosis de calma. Y repetiría los famosos versos de Fausto «¡Ay, dolor!, ¿Pero es que sigo en este calabozo? ¡Maldito hueco sofocante en el que hasta a la querida luz del cielo refractan y enturbian pintados cristales!”.

Convertido para el Estado en una sombra que marchita el asfalto, exigiría de mi salvador una respuesta violenta, un abrazo extraordinario, un espejo limpio en el que pudiera verme convertido en cenizas.

Y también un nicho en el mismísimo infierno, lejos del estigma y de la muerte acentuada, lejos de quienes me fabrican onerosamente el sudor.

Aquel infierno salvador existió, y se llamó San Patrignano.

Alzado en una vieja colina italiana, Sanpa fue un lugar libre de reglas, abierto al amor y a las cadenas, a los claustros comunales y a las porquerizas punitivas para indóciles.

Al frente estaba un viejo mefistófeles llamado Vincenzo Muccioli; un hombre inabarcable que dijo ser capaz de inmolar la heroína, y de arrojar luz a quienes nadaban en ella construyéndolos una vida irreal entre animales y afiladas concertinas.

Muchos le brindaron pleitesía. Muchos ayudaron a que su pequeña misión terminará siendo un imperio.

Muchos callaron tras saber que la única condición que Muccioli imponía a sus pacientes eran la ceguera y todas sus variantes morales.

Si yo fuera un adicto, que no lo soy, aunque quizá no lo sea, me vería en la amarga tesitura de abrazar a un hombre como él; de transformarlo en mi padre; de servir a su proyecto divino con más sangre que aire; de obedecer sus consignas de amor como si fueran las de un capo.

Pero no lo haré

No lo haré porque no soy un adicto.

No lo soy, aunque quizá sí lo sea.

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