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Supongamos que la situación de los hospitales madrileños durante el pico más alto de la pandemia fue catastrófica; y que la carencia de recursos hizo que se denegara el mejor tratamiento posible a los ancianos y a los sujetos que, por sus condiciones particulares, disfrutarían de un menor beneficio hospitalario; y que el proceso de descarte de una vida frente a otra se rigió por criterios médicos, epidemiológicos y éticos; y que toda decisión que dio pie a un estadio de muerte estuvo preñada por el más profundo de los horrores; y que dicho horror nació, creció y se musculó en medio de una guerra apestosamente real.

 

Supongamos que la pandemia cambió nuestra noción de la guerra; y que esta no fue (ni será ya) privativa de ciudades como Idlib, ni de escenarios regados con cal, cascotes y cadáveres reventados; y que el terror, en su sentido más bélico, se alimentó del silencio durante meses, sin necesidad de sirenas, huidas a pie de asfalto ni búnkeres.

 

Supongamos que yo hubiera sido víctima de la guerra, o hijo de una víctima de la guerra; y que la estadística que la nutrió durante meses hubiese sido para mí carne, lágrimas y la imagen borrosa de un padre despidiéndose de mí al otro lado de una pantalla, azotado por el frío pavor de los muertos que no desean morir; y que el único relato al que hubiera tenido acceso fuera el propio de esa misma guerra, con las explicaciones teóricas, pragmáticas y filosóficas que ofrece la guerra; con el sonido antipoético de los márgenes de productividad que solo vomitan las guerras de trinchera y metralla.

 

Supongamos que mi obligación hubiera sido la de velar el cadáver de mi padre como ciudadano y no como hijo; como soldado en retaguardia y no como hijo; como valedor de la ética colectiva, propia y consustancial al hombre de izquierdas que soy, y no como hijo; como propulsor, teólogo y defensor del horizonte común, que además entiende y aplaude la elección pesadillesca entre la muerte y la vida, y no como hijo.

 

Supongamos, entonces, que la vida en Madrid durante la pandemia estuvo plagada de infiernos; y que mi vida, o la vida de mi madre, o la vida de mi padre, o la vida de las miles de madres y padres que pudieron ser (o fueron) presos del descarte fue un infierno; y que el infierno, como realidad física y emocional, resultó inevitable; y que el confinamiento fue el más leve de los infiernos; y que los aplausos y la nadería que inundó las redes nunca fue cortafuegos frente al peor de los infiernos; y que la muerte acampó frente a mí, o frente a ti, exigiéndome, o exigiéndonos, la respuesta menos débil que puede dar un soldado.
Si he de suponer todo lo anterior con la más profunda e ínclita de las resignaciones, les pido, señoras y señores que dirigieron y dirigen Madrid, que al menos por esta vez lloren en voz baja y  dejen de mentir.

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