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SOBRE TAMBURINO Y HULK HOGAN

No recuerdo el momento exacto en que dejé de ser un niño. Pero lo hubo, por supuesto que lo hubo. Y el mundo cambió. Surgieron los peros. Se impusieron los miedos. Emergieron conceptos como la pérdida, el deseo y la vergüenza. La vida dejó de ser grácil, quizá porque en ese mundo nuevo había muchas cosas en juego. Y entre ellas la supervivencia. Recuerdo que, con apenas doce o trece años, me fascinaba la idea de sobrevivir. Era una obsesión recurrente. Sobrevivir, reconstruir un espacio en el que aún no había construido nada, exponerme a la muerte y sobrevivir de nuevo. Todo era dramático. Todo era excelso, también los impulsos, también esa urgencia perentoria por el sexo. Atrás quedaron los muñecos. Atrás quedó mi pequeño Hulk Hogan de plástico, siempre impertérrito, siempre brillante. Mi héroe inmóvil reblandecía su carne, se convertía en persona; el campeón del mundo de lucha libre, valedor del sagrado cinturón del catch, amenazaba con entrar en mi habitación y decirme la verdad, aquella que yo mismo intuí, aquella que me sugerían aquellos niños que dejaban de ser niños. Golpes al aire, decían. Coreografías, tongo; Hulk Hogan se dejó ganar por el Último Guerrero en un combate parecido al de Ali contra Foreman. Era nuestro gran hito deportivo, y ahora esos niños medio adultos, crecidos, cuasi barbudos, gritaban a los cuatro vientos que Hulk Hogan y el Último Guerrero eran amigos por exigencias del guion. Maldita sea, decía yo, no puede ser verdad. Y entonces cerraba la puerta de mi habitación y preguntaba al pequeño Hulk Hogan que dormía encima de mi cama si aquello era cierto, y no respondía, y yo respondía por él, y yo amenazaba con tirarlo por la ventana, y él seguía sin responder. Hasta que un día, quizá cansado de mí, quizá cansado del tedioso debate sobre cómo perdió el cinturón, dijo: «Qué más da. Qué importancia tiene que perdiera o regalara el cinturón. Ni me importa a mí, ni te importa a ti. ¿Sabes por qué? Porque, en el fondo, muy en el fondo, lo único que te preocupa es hacerte una paja».

Y el señor Hogan tenía la razón. Deseaba hacerme una paja. Me obsesionaba, me aterraba hacerme una paja. Me escondía para hacerme una paja. Me desnudaba en privado para hacerme una paja. Protegía mi verga de miradas ajenas porque necesitaba una paja, y calmar así un temblor que surgió de repente, sin previo aviso, sólido y protector ante las discusiones parentales, ante amenazas de cocina que empezaba a entender, y a proyectar. Los códigos se desnudaron para mí. La ingravidez de las tardes se iba por el desagüe. La levedad de todo cuanto hubiera pensado, imaginado o soñado comenzaba a ser molesta, incluso irritante. Alguien gritó Preparados, listos, ya, y entonces corrías o te quedabas atrás, interrogando a Hulk Hogan sobre las reglas del juego, imponiéndole preguntas que él esquivaba con alusiones a su vida sexual,  a su adicción por los esteroides y la bancarrota; palabras, solo palabras. Debías correr, emparejado a cosas tan fatigosas como la frustración, la rabia y la rebelión. Rebelarse contra ese cartel que dice Solo para mayores de 18 años. Rebelarse y asumir que debía correr, correr más rápido, correr aunque las piernas solo sepan el lenguaje de lo roto.

Supongo que no fue un momento aislado. Supongo que a la primera señal le siguieron todas las demás, algunas subliminales; otras, jodidamente dolorosas. La vida, con sus tránsitos, con sus decepciones, es una mezcla de aprendizaje y eso que los americanos llaman Keep moving foward. Y supongo también que la vida es despertar, como le sucede a Tambu, el inolvidable personaje de Malaherba (Alfaguara, 2019), la novela con la que Manuel Jabois, en un alarde de sencillez y concreción narrativa, ha hecho que me pregunte cuándo y por qué ordené la muerte de Hulk Hogan.

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