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APARIENCIA Y VIRTUD DE LAS MALAS DECISIONES

Afirmó Roland Barthes, en su ensayo El grado cero de la escritura (1953) que «la historia es siempre, y, ante todo, una elección, y los límites de esa elección». Límites que el autor traza de manera aparente y equivocada, como elementos de una estructura lineal y por ello secundaria. En ocasiones, esos límites ocultan un peso simbólico capaz de desdoblar el sentido de la historia, y de nutrirlo con significados opuestos, algunos explícitos y otros metonómicos. Es lo que podríamos definir como la apariencia y virtud de las malas decisiones.

Mi querido Mijael, publicada en 1968, narra la historia de Jana y Mijael, un joven matrimonio israelí que vive (y padece) la oscuridad adoquinada de un país en construcción, y de Jerusalén, una capital bíblica repleta de yeso y barrios de protección oficial. Corre la década de los cincuenta. Israel es preludio de guerra, y de reconstrucción sobre ruinas milenarias, y de una ortodoxia fútil que mezcla progresismo y ancianidad. En la espera, en el delirio y en medio de un estatismo denigrante, Jana reconstruye la muerte del amor y la paulatina descorporeización de Mijael. «En una o dos ocasiones, a comienzos del invierno, avergoncé a mi marido llorando y llamándole bandido. Mijael rebatió esas dos acusaciones con palabras apaciguadoras en un tono sosegado. Me hablaba con paciencia y prudencia, de forma didáctica, como si fuera él quien me había insultado. Cuando Mijael no estaba en casa, volvía a mí ese deseo que tenía de pequeña: estar muy enferma».

Por otro lado, Jerusalén se convierte enescenario y personaje, en símbolo y espejo del tedio, en metáfora de un Mijael prefabricado, explosivo y frágil. «En cada barrio, en cada suburbio, hay una realidad oculta por una alta muralla. Fortalezas hostiles cercadas. Los viandantes. Me pregunto su alguien podría integrarse en Jerusalén. Aunque viviera cien años. Es una ciudad de patios cerrados. Su alma está sellada por muros sombríos, con afilados cristales clavados en lo alto. Jerusalén no existe».

En su enfermedad imaginaria, luego convertida en mudez y en prejuicio, subsiste esta novela psicológica y su progresivo juego de espejos, en el que Jana, exhibiendo su inconformismo y su duda flemática sobre Mijael, ofrece al lector una visión antagónica del personaje, y de sus taras aparentemente groseras. Y quizá sea esta la principal virtud de la historia: su doble propósito formal y simbólico.

En su estructura lineal y en el pausado manejo de la elipsis, Oz realiza un soberbio ejercicio de introspección y análisis temático. La frustración y la resignación matrimonial exigen una lentitud narrativa que acompañe (o sostenga) el conflicto del personaje principal. La ideación repetitiva, considerada como defecto o como un mal uso del recurso estético, se convierte aquí en ejemplo de unidad. Jana aborrece la uniformidad de su amor (si es que existe), y esa progresión circular, matizada solo por el paso del tiempo y los cambios históricos, genera tensión y aburrimiento, tanto en Jana como en el lector; y algo tan sintomático como la ausencia de puntos de inflexión narrativa (salvo excepciones, como en nacimiento de su hijo Yair y su peligrosa alineación paternal) permite la confraternización de ambos, y con ello una extraña coherencia simbólica que no solo agiliza la lectura sino que edulcora la no justificación del tiempo narrativo (desconocemos cuándo y por qué escribe Jana su diario, o si la misma narración responde a dicho propósito), y el uso excesivo de la digresión poética, que convierte determinados pasajes (no todos) en un ejercicio de estilo.

Al igual que Hans Castorp era incapaz de rebasar los verdosos muros del Sanatorio Internacional de Berghof, que tan bien describió Thomas Mann en La montaña mágica, Jana no puede desaprenderse de Mijael; y solo el preludio de la guerra, o su irrupción, o su efecto tardío de regresos y voluntades, le hará despertar y juzgará, como Oz pretende que hagamos con él, la apariencia y virtud de sus malas decisiones.

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