Mi email: contacto@joseluis-diaz.com
AQUELLA PODEROSA MONTAÑA

No todos los escritores —y yo me incluyo— saben describir una montaña. Les aseguro que no es una tarea fácil. Por supuesto, podemos recurrir al artificio o a la sencillez, al detalle o al lirismo, pero muy pocos a lo largo de la Historia han sabido erigir en la mente del lector su poder físico, su autoridad en medio de la naturaleza. Tolstoi es la excepción.

Quienes hayan leído Guerra y paz, recordarán los amplios pasajes en los que Bezujov, su protagonista, recorre las largas estepas de Rusia en el interior de un coche de caballos. Acompañado o solo; dirigiéndose hacia alguna de sus propiedades o camino de la guerra; pensando en voz alta sobre el destino y la virtud o en silencio, absorto en la orografía de un país siempre expuesto al enemigo. En ese justo desequilibrio entre voluntad y naturaleza, emerge la montaña.  Para Tolstoi, esta es inmensa y así la describe, la inmensa montaña, sin adjetivos superfluos, decidido a que esas dos palabras nos hagan enfermar depequeñez. ¡Ni siquiera Dios pudo hablarnos jamás con tanta rotundidad. 

Al igual que la guerra, Tolstoi es universal, y su discurso, que sigue vigente, puede emplearse contra la invasión de Ucrania. De haber vivido en la Rusia actual, de haber impuesto sin ambages su posición moral, estaría hoy en la cárcel. Tolstoi no es un símbolo opresor. Los bustos en su honor que muchos asocian ahora con Vladimir Putin también sufren el asedio. Caen las bombas sobre su rostro de mármol, la metralla amenaza con procurarle una segunda muerte. No, Tolstoi jamás será una bandera enemiga. Él amó la revolución, pero rechazó la violencia revolucionaria. Él renunció a sus privilegios abandonándose en una estación de tren. No caigamos en el error de cuestionar su apatridia.

Hace ya varios años, compré un pequeño busto del maestro, en un puesto de la Plaza Roja de Moscú. Se celebraba el Día de la Bandera. Ajena a los desfiles y al viejo clamor militar, la fiesta transcurría entre anunciantes y vehículos de lujo. El sol, que había perdido sus rojas cicatrices, iluminaba el ceño de Tolstoi. Hoy ese busto preside mi estudio, y, sin mudar el gesto —la guerra no ha terminado, dice—, me describe nuevamente aquella inmensa montaña.

Add Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *