Mi email: contacto@joseluis-diaz.com

Cuando cumplí dieciséis años, los médicos dijeron que no volvería a andar. Ese mismo día, en el mismo hospital y a tan solo cien metros de mi habitación, mi padre supo que moriría de cáncer. Nos lo ocultó, como es obvio. Ni siquiera hubo delación en sus gestos.. Se acercó a mi cama y sonrió. La luz pálida del reflector cabriolaba en su barba. Habló sin tersura. Me tocó la frente exigiendo una respuesta, quizá un impulso, quizá una reacción eléctrica y mayestática. Mi madre languidecía en el sillón. Mi madre y mi padre se odiaban por razones judiciales, y estas me incumbían. Le dije que no me tocara (ablandaba sus manos robustas para complacerme, para fabricar en mí condescendencia) y él se apartó.

Comencé mi rehabilitación un martes. Ese mismo día, él renunció a recibir quimioterapia. Era nuestra tarde/noche semanal. Conduje mi silla hacia el cuarto de baño. Le observé trajinar en la cocina, absorto y gris junto al ventanal. Cerré la puerta. Busqué sus cuchillas antiguas. Abrí el grifo para amortiguar el ruido de la piel, o mis gritos. Luego caí junto al váter.

Recuerdo el chapoteo de sus botas y sus resbalones gaseosos. Recuerdo el roce de las vendas, y también el puzle luminoso y raquítico de la ciudad, cuando nos dirigimos al hospital.

En la misma habitación, lloré, le insulté, me insulté y prometí que no dejaría de dormir hasta el fin de mis días. Sé hoy que se encerró en el baño para vomitar; en su frente se mezclaban con desorden sudor y agua. También sé que las hebras rojas de su barbilla eran irreversibles. Me increpó mientras se limpiaba con un trapo. Pateó la silla para acompañantes y se maldijo. Temblaron sus pupilas amarillas y delgadas.

Cuando me dieron el alta, le vi conversar con un médico. Ambos negaban. Ambos se tocaban el hombro y miraban al suelo. En la puerta del coche, y sin dirigirse a mi madre, dijo que tenía una reunión urgente en el periódico. Como director, se reunía a primera hora con sus redactores y planeaba la edición. Dos horas más tarde, y sin previo aviso, me visitó. Se marchaba de vacaciones. Las dedicaría a escribir. A escribir sobre osos. Eran su obsesión, su pasión enfermiza y literaria. Me besó de nuevo. Me besó dibujando en mi mejilla un surco de puntos suspensivos. Luego sonrió, brioso y fugaz, al pie de la cama.

Mi padre me confesó, hace muchos años, que moriría peleando con un oso. Mi padre fantaseaba con un escenario lúgubre. En la pradera yerma, él y su oso caminarían en círculo, se retarían como seres henchidos de carne. Garras y cuchillos afilados. Gemidos vacuos y exultantes. En su delirio, mi padre segaba la yugular del oso como un tubo de acero, envuelto en su polvo rojizo, asfixiado y feliz ante el Final.

En la grabación que yo vi, y que todo el mundo vio, el oso cerró los ojos y gritó de dolor. Se tambaleó. Buscó aire entre muecas ahogadas. En la grabación, el oso de desplomó minutos después de que lo hiciera mi padre. Todos dice que fue un suicidio. Todos le criticaron por colocar estratégicamente la cámara, y por decidir que su muerte atroz debía transmitirse en las redes sociales.

No hubo ninguna reunión con redactores.

Mi padre, en la soledad de su despacho, escribió sus razones en este cuaderno.

Mi padre, entregándome su muerte, regalándome, aunque tardía, la muerte de nuestro Oso, consiguió que, años más tarde, yo pisara la misma hierba húmeda en la que me sonrió por última vez.

Add Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *