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DESIERTO

Desierto. El desierto convertido en monstruo de muchas pieles (algunas malditas) y un solo corazón. Poco importa la llanura. Poco importan los objetos de su esquiva cartografía. Late por igual ese corazón infernal para todos los huidos, para los prófugos desarmados que buscan, más allá del horizonte, una estación término, un refugio del que nadie conoce su nombre y que solo Eliot pudo describir con calurosa violencia: «Por las llanuras sin fin, tropezándose en la tierra agrietada/ Rodeados tan solo por el plano horizonte/ Cuál es esa ciudad sobre los montes/ Que cruje, se rehace y estalla en el aire violeta».

En Desierto sonoro (Sexto Piso, 2019), Un matrimonio de documentalistas emprende con sus dos hijos un viaje desde Nueva York hasta Arizona, tratando de recomponer su dañada cohesiona emocional, buscando una razón común para sus dos proyectos propios: el de ella, un recorrido gráfico de los niños que atraviesan la frontera sur del país; envié, un dibujo sonoro de la última banda apache que se rindió al poder estadounidense.

Y enquistada en ambos, la violencia. La violencia implícita/volátil/histórica que vomita su particular mapa de sonidos, que se nutre de todos los cuerpos que parecen anónimamente en tierra hostil.

Valeria Luiseli (Ciudad de México, 1983) ha construido una historia que subsiste más allá de la metáfora y la crítica, más allá del simbolismo y la metaliteratura (múltiples son las referencias a Ezra Pound, Rilke, Anne Carson o Augusto Monterroso), más allá de su poderoso fragor poético para describir la diáspora. Desierto sonoro es, ante todo, una elegía en honor de quienes ansían el reencuentro al otro lado del infierno.

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