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DESPUÉS

No puedo imaginar la oscuridad. No puedo imaginar perder la consciencia, o la sensibilidad de mi cuerpo, o la memoria de lo que fue. No puedo imaginarme desapareciendo sin saber a ciencia cierta que desaparezco. No puedo mi desaparición y que todo, de repente, signifique nada.

Quizá por eso tenga miedo a la muerte; porque creo, muy a mi pesar, que en la Irrupción del Después pesará lo orgánico frente al viaje del alma, y que no habrá espacios para el descanso, la introspección o la vigilancia del recuerdo.

Pero imagino también la duda, la duda atávica, mezclada con el dolor, con el enfriamiento del cuerpo, con la deserción absoluta de la carne. Imagino a mi padre, te imagino a ti, me imagino a mí tendido en una cama blanca, sin más aliento que la luz de los otros y anudado por el dolor. Nos imagino pidiendo un tiempo muerto para no morir, porque en la muerte solo caben la incertidumbre y ese gran palacio cubierto de tierra que ni siquiera existe.

Entonces maldigo el dolor, y la caducidad anticipada, y la frustración de la ciencia. Maldigo que desaparezcan los huesos, pero no la enfermedad.

Y entre maldiciones me imagino asumiendo esa gran duda, y entregándome a ella, y corriendo hacia los pórticos que avecinan, o no, la presencia del vacío.

Quienes me digan, entonces, que no debo morir, y que las leyes que me abren la gran puerta enervan la Ley de Dios, deberán hacer algo más loable: convencerme de que, una vez despojado del dolor, me reencontraré con él, es decir, con Dios, sea este quien sea; y también conmigo mismo, y también con la memoria del amor que una vez me hizo existir.

A quienes reivindiquen el dolor frente a la muerte, y al mismo tiempo griten la Verdad, les pediré que adelgacen mi duda, nada más, y que me dejen marchar, libre de lastres, muy lejos del abismo.

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