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DOLOR

Era un hombre aquejado de un gran dolor. Lo descubrió del mismo modo en que se descubren las cosas banales: tumbado en la cama, al despertar. Dudó entre levantarse y cambiar de postura. Dudó entre seguir durmiendo y gritar.

​Frente al espejo, la pequeña cicatriz parecía insignificante. Un trazo breve y brillante junto al pezón. Ni siquiera era rugosa. Su dolor, por tanto, debía tener un origen distinto. Quizá otra cicatriz. Quizá una herida en el reverso de su piel. Se examinó centímetro a centímetro. Se rodeó, incluso, de una corona de lámparas para verse mejor, para sentirse limpio y desnudo ante el cristal.

​Aquel dolor asimétrico le impidió comer. Aquel dolor asimétrico le impidió abrazar a su mujer. Ni siquiera la besó. Ni siquiera acarició sus nalgas oscuras mientras ella dormía.

​La calle y sus paredes de viento. Decidió caminar. Aún era de noche. La lluvia se apilaba en el asfalto. Todo, incluido el silencio, era clandestino.

​Pensó que su dolor era residual. Dedujo que andar (andar sin dirección, andar frenéticamente y con los ojos cerrados) aliviaría su dolor.

​Y anduvo.

​Anduvo hasta el final de la calle.

​Anduvo más allá de los límites de la ciudad.

​Anduvo, cruzando el bosque y la playa donde mueren los árboles.

​Y allí, cansado y frío, temeroso, como nunca antes, de haber erradicado su dolor, miró al frente y descubrió la figura breve de su padre. Estaba tumbado en la orilla. Tenía su mano derecha posada en el pecho.

​Dijo su nombre.

​Le llamó «papá».

​Y cuando este hundió sus pies en la arena y despareció, la cicatriz se expandió sobre su pecho como una rama crujiente. El dolor lo hizo gritar. Luego se acercó a la orilla y durmió como solo hacen los hombres felices.

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