Imaginemos que padre e hijo se reencuentran en un vasto salón, rodeados de tapices y cuadros regios; y que el reencuentro es preludio de un adiós; y que el adiós del padre no guarda semejanzas con el adiós de Edipo, ni con los pasos de tiniebla y carne que él dio en mitad de la noche.
Imaginemos que el padre yace en una bellísima caja de enfermos; y que en su cuerpo brillan todas las insignias del reino; y que su rostro, libre ya de atroces sonroseos, aguarda junto al hijo la llegada del mundo.
Imaginemos que el hijo no siente dolor sino vergüenza; y que la voz procerosa del mundo le impide llorar; y que este mismo, presto por ley al frugal homenaje, contempla la caja de enfermos con tibieza y pudor.
Imaginemos que la procesión se ejecuta en silencio; y que todas las manos patrias se esconden al pasar por delante de la caja; y que el hijo, en lugar de recibir consuelo, dedica a los presentes un sonoro y doloroso perdón.
Imaginemos que el hijo, lejos ya de las sombras del mundo, ordena a gritos cerrar las puertas del salón; y que, ya en soledad, camina hasta el cuerpo del padre para omitir con lujo de detalles todas las lágrimas que este codició en sus tiempos de blindaje; y que, tras sellar la caja de enfermos y ordenar su inmediato traslado al Archivo del País, abandona sin ropajes ni luto el regio salón, emulando, él sí, al mismísimo Edipo.
Add Comment