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EDIPO Y LA GEOGRAFÍA DE LA CEGUERA

En un proceso judicial, por ejemplo, la verdad no importa. Me refiero a la verdad objetiva, a la verdad insobornable, a la verdad alcanzada por consenso entre quienes deciden litigar y quienes operan en su porfía. ¿Existe esa verdad? Sí, existe, pero importa muy poco. Existen mecanismos  —la retórica es un buen ejemplo— para construir verdades. En un proceso judicial, quien construye la verdad tiene como único objetivo persuadir a su oyente. Podríamos decir, pues, que la verdad que todos vislumbramos en medio de un conflicto importa poco, porque otra verdad, mucho más privada e imperativa, preside nuestros discursos. Yo, abogado defensor, no puedo renunciar a la defensa de un acusado solo por el hecho de conocer la verdad. Él, el acusado, jamás aceptaría una condena sin paliativos, sin matices, sin “circunstancias modificativas” solo porque la verdad ha doblegado su dolorida conciencia. Para quien preside un tribunal, la verdad no es más que una relación de hechos probados construida con asepsia y técnica jurídica. Ni siquiera el error judicial ––que, en muchas ocasiones, trasluce una verdad extraordinaria–– es suficiente para destruir el oscuro andamiaje que la mantiene cautiva.

Si algo debiera enseñarnos la tragedia de Edipo es que la verdad siempre es mayestática. Él, rey de Tebas, frágil en la vasta explanada de su palacio y expuesto a las llamas que amenazan la ciudad, la asume como ese grandioso pilar —corroído en todas sus caras— que le mantiene en pie, que le hace entregarse al dolor más puro, que le nutre de espanto para que pueda, ahora sí, descifrar las odiosas ecuaciones del mundo. La verdad — «Este día te dará la vida y te traerá la ruina», dice Tiresias— carece de valor, pero tiene también todo el valor porque es laberíntica y asfixiante, porque es bella y erótica, porque en lo verdadero encontramos el remedio contra nuestra imponente puerilidad.

Nadie, salvo Edipo, ha sabido gritar, padecer y mutilarse la razón en pos de la verdad. Nadie, salvo él, ha sabido doblegarse a la penitencia de lo verdadero; a la pena —la culposa pena del que nada sabe— que es siempre cruel y poderosa; a la verdad, que no es sino el prólogo de quienes eligen, como el héroe de Tebas, reconstruir la geografía de su ceguera: ese piélago blanquecino donde todas las formas y todas las palabras adquieren, por fin, su verdadera dimensión.

 

 

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