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ESA SONRISA FRANCA

Descubrí a Manuel Vilas en la librería Tipos Infames, de Madrid, durante la presentación de su novela Ordesa. Le acompañaba Antonio Muñoz Molina.

En la charla, hablaron de sus padres. Quienes hayan leído la obra de Manuel Vilas sabrán el rotundo amor que siente por ellos, hasta el extremo de que todos sus pasajes ­­–y todos sus versos– deben interpretarse como un homenaje a su memoria.

Yo amo a mis padres, y la nostalgia de su futura ausencia me entristece cuando los abrazo, cuando los veo envejecer, cuando compruebo cómo flaquean sus fuerzas, cuando buscan protegerme.

La literatura de Manuel Vilas ha descubierto un sentimiento de devoción hacia ellos que creía muerto.

En todas las entrevistas, en todas las fotografías que inmortalizaron el pasado 6 de enero, Vilas posaba abrazado a la estatuilla del premio Nadal.

Su imagen era conmovedora, no solo porque el escenario, los invitados y ese protocolo que enluce siempre la literatura eran emocionantes, sino porque él, por fin, sonreía como un niño.

Reos de la palabra

En aquella noche mágica, fenecieron –así lo imaginé– la duda y el desamor con el lenguaje.

Los escritores somos reos de la palabra y de aquellas historias que tomarán cuerpo en la mente del lector. Entremedias, como si fuera un desierto inexorable, ocurre la vida.

Vida que es incompleta y a veces oscura. Vida que esconde fracasos y también alegrías. Vida que, en ocasiones, alberga la belleza infinita.

Admiración

Si algo admiro de Manuel Vilas es su afán por releer las nimiedades del tiempo. Con un poema, con una imagen, con una llamada al optimismo, su obra, emulando al insobornable de Walt Whitman, es sinónimo de resiliencia.

La concesión del premio Nadal así lo confirma. Y esa sonrisa franca que nada sabe ya de tempestades, también.

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