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ESPACIOS

Nada hay más importante en la literatura que los espacios. Espacios verbales, espacios simbólicos y ese gran espacio físico por el que deambula el narrador buscando, quizá, un heterónimo que lo desancle de la apatridia. Su función — la del narrador— es construirlo, clasificar sus detalles y palpar, si le es posible, el vivido tacto de lo irreal.

En dicho proceso caben la imaginación, la observación y la emulación. En dicho proceso nada es suficiente, y mucho menos inservible, para alimentar los cauces de la historia y su propio espacio, para hacer de ambos un ente inolvidable, para extraerlos de ese reducto íntimo en el que nacieron y dotarlos de universalidad.

Dicen que el narrador jamás regresa a sus propios espacios, a menos que la fuerza y el poder de sus caminos agigante su ensueño. De lo contrario, seguirá creando nuevos escenarios, con praderas que serán vastos eriales, con ciudades de impávidas cúspides y sombras furiosas, con océanos agrietados por el sol y obligados a la calma.

Pero llegará el día en que ese narrador se adentre en un escenario de matices ignotos en el que, de repente, saldrán a su encuentro todos los personajes que él invento, todas las mujeres y hombres a quienes un día escuchó y todos los seres a los que amó en silencio doblegado por su verdosa mirada. Y allí, conmovido por un abrazo comunitario en el que te cabrán todas las palabras, pondrá punto y final a su búsqueda, a su proceso de construcción, a su reconstrucción literaria enferma, como todas las pasiones, de fatigosa nostalgia.

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