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TU ESPALDA CONVERTIDA EN PECHO

Nada sucede a tus espaldas. Nada existe, salvo el efímero hedor de lo que fue, de lo que fue equivocadamente. Nada tiene importancia, nada, porque detrás, justo detrás, tuvo lugar la muerte.

Eso odioso decirlo, pero somos (eres) la vanguardia de un vastísimo cementerio en el que solo flotan la hierba y las piezas de mármol.

Y dado que tú no eres Dante, padre, no puedo ni debo preguntarte por qué caminas sin muerte por el reino de los muertos.

Tú mismo loas a quienes fabrican la luz del mediodía y trenzan la tierra virgen.

Y también crees en la resurrección de quienes deliraron con el cielo. Crees, quizá más que yo, porque veneras el poder de la vida.

Ese es tu discurso, padre. Ese es tu remedio contra el claroscuro. Ésa es la razón por la que camino hacia ti todos los días.

Deberías observarte. Debería sentir el aplauso que me brindas, el aplauso que te brindas, el aplauso que arrancas de quién es ver en ti una canción de guerra.

Y a pocos metros de tu cuerpo, cuando ya siento tu palabra, cuando intento prenderme de tu dedos (dedos que siempre fueron geografía en los suburbios), das un paso atrás, o dos, o tres, o todos; y lo haces inmune a tu atroz mensaje, regio a pesar de un vacío. Lo haces como ese juez dantesco que, una vez muerto, vio su bellísima espalda convertida en pecho.

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