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A ESPALDAS DEL EDÉN

Nuestro hombre condenado declara ante el juez que su espíritu ya no le acompaña. Y se pregunta en voz alta dónde estará. En qué parcela del mar arderán sus residuos. A qué tablón del cayuco habrá cosido Dios sus delgadas extremidades.

Semanas antes, este mismo espíritu le hizo comprar un pasaje abismal para quien era su hijo. Pendía sobre ambos la aridez del desierto, y también la tierra yerma, y en ocasiones la sombra de aquellos hombres que suelen suplantar la vida a golpe de fusil.

Había más motivos para emprender la marcha, aunque fuera dentro de un ataúd, que para guarecerse en tierra hostil. Y posiblemente la saña del agua fuese mejor salvavidas que la quietud del infierno.

Pero la poderosa razón que les hizo aceptar el envite se llamaba fútbol, y por extensión dinero, y más allá de ambos, expuesto como un tosco letrero, ese oasis primitivo al que algunos llaman occidente.

Por ello, nuestro hombre condenado exige al juez su condena; y a él se entrega en cuerpo, solo-en-cuerpo, porque su espíritu, el mismo que otrora le emplazó con salvajes primicias, yace hoy a espaldas del edén.

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