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Cuando emergía la silueta del avión, todos (incluido yo) nos preparábamos para salir corriendo. Una bandera alargada, con la palabra de una crema solar, era la señal. Nos adentrábamos en el mar con furia. Muchos braceaban hasta perder el equilibrio. Los más afortunados, solo dos o tres, recorrían el camino de regreso exultantes, dispuestos a hinchar el balón tras cruzar la orilla. Muchos niños aplaudían. Otros llorábamos en soledad, frustrados por el triunfo de los más valientes, de los más fuertes, de quienes tenían el poder innato de controlar el mar.

La nueva estampa veraniega no contiene aviones ni banderas neutras, y mucho menos balones de playa. El ruido del motor anuncia suspiros, y trasiego de bultos. Huele a gasoil, y a cuero quemado; huele a carne urgida por pisar la arena. Quienes saltan de la lancha no se detienen, ni caminan en línea recta. Más allá de la arboleda, más allá de las falto se encuentra el tiempo regalado, y en el la libertad que repele la guerra y los bidones sin agua. 

En esa misma playa, hay padres calzando sombrillas, y niños jugando a la pelota. Se detienen al ver la marabunta. Lo hacen sin reír. Tampoco lloran. Los más osados cogen el teléfono móvil y apartan blandamente la mirada.

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