Mi email: contacto@joseluis-diaz.com
ESTOY FURIOSO

Estoy furioso. Demasiado furioso. Furioso como tú, furioso como él, furioso como ellos. Todos lo estamos, pero desconocemos la causa. Una primera aproximación a nuestro estado de furia nos obliga a evaluar los términos del debate público. Decidme si me equivoco al decir que la retórica actual es reduccionista, tendenciosa y vulgar. Decidme si es un error afirmar que las aportaciones del poder al examen de lo colectivo, incluso de lo futuro, están llenas de cortoplacismo. Decidme si exagero al concluir que la virulencia del lenguaje, la polarización de posturas en las alegaciones, réplicas y contrarréplicas son un ejemplo de absurda competitividad. Si el debate público lo ejecutan personajes furiosos a los que nada importa el resultado de su mal llamada ira y de su bien denominada impostura, nosotros copiaremos el modelo para convertirlo, esta vez sí, en un problema social.

La pregunta es por qué. ¿Por qué asumimos esa furia tan estratégica y llena de marketing? ¿Por qué practicamos lo contrario al debate –con su vehemencia verbal, con su querencia al insulto, con ese modo casi sacrílego de pervertir la Historia–, si es tan evidente su toxicidad? ¿Por qué nos envalentonamos con el agravio y etiquetamos a amigos y enemigos como si la controversia preludiase el fin del mundo? ¿Por qué asumimos como propia la ceguera política de quienes ejercen no el poder, sino la violencia?

Se me ocurre una respuesta sencilla, naif y desconcertante: porque la vida es demasiado complicada. Porque sufrimos la pobreza, la muerte y la frustración. Porque, aun no teniendo tiempo no habilidades para el misticismo, nos inquieta el más allá. Porque tenemos miedo al dolor. Porque se nos ha programado para eludir la tristeza, las fases del duelo y ese estado de suma consciencia que prosigue a la desesperación. Porque miramos al suelo. Porque viajar es demasiado caro. Porque nos hemos prohibido silenciosamente el derecho al aburrimiento y el privilegio de la contemplación. Porque competir es sinónimo de estar vivos. Porque fracasar es culpa nuestra. Porque se nos observa con lupa –mis padres., tus amigos, los gurús del conocimiento– en cada uno de nuestros ítems generacionales. Porque se nos impone la felicidad en medio de este mundo desastroso, del que nada sabemos a pesar de la globalización.

 Nos queda la furia. Es la única emoción que nos permite vehicularnos hacia el caos, y asumir legítimamente la ceguera que nos presiona el pecho cada noche. Es el único modo de adormecernos frente a lo que no tiene explicación y la requiere. Dicho de otro modo, la rabia colectiva –me refiero a la rabia irracional, simple y emponzoñada con eslóganes– es una negación del yo. Desterrada la calma, por ser esta un espacio ruidoso lleno de aristas, nos sumamos al deseo manual de romper cristales, de insultar al oponente y de reivindicar lo patrio como si nuestro mapa mental excluyese el territorio de los otros. Somos reos de un sabotaje permanente, tanto exterior como colectivo.

En su brillante ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt examinó en qué medida rechazar la violencia era contraproducente. Según ella, el estatismo habilita aquello que es previsible en términos políticos, y, en ocasiones, es necesario romper esa cadena causal que agrava el statu quo e imprimir un cambio de rumbo; la violencia puede ser un medio. Podría estar de acuerdo con esa premisa si la decisión de ejercer la violencia por quien ostenta el poder –nosotros– supusiese una ruptura del actual paradigma, pero no es el caso. La violencia es ya nuestra realidad. Y lo es en la peor de sus variantes. Es irracional, inculta y reaccionaria. Es un anzuelo que permita la subsistencia del sistema y una válvula de escape frente al ruido interior. La violencia, que no es nueva y tampoco programática, nunca rompería el actual paradigma.

Pero ¿qué ocurriría si, de una vez por todas, asumiésemos la desazón, la duda como quien examina una cuestión de estado? ¿Por qué no aplicar la violencia contra el impulso verbal y la frustración? ¿Por qué no imponernos violentamente ese silencio que precede a la revelación? ¿Por qué no buscar cobijo en el silencio de los otros si es este el camino para interrumpir los cambios predecibles?

Add Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *