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HABLO

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Estoy casado y tengo una hija de veintitrés años. Soy el dueño de una pequeña empresa de mobiliario industrial. Nos dedicamos, fundamentalmente, al montaje de estanterías. Mi mujer no trabaja porque cuida de su madre enferma de cáncer. Mi hija es licenciada en Bellas Artes y tiene aptitudes para la pintura. Su ilusión, como cualquier otro artista, es exponer su obra en las principales galerías de Europa. También quiere vivir en Nueva York.

Mi vida, hasta hace un año consistía en trabajar, dormir y trabajar de nuevo. Ahora, solo hablo. Hablo sobre el mal, sobre su origen y sus razones. Hablo de por qué se interrumpe nuestro análisis reflexivo –el mío, el de la Prensa, el de los grupos cívicos– cuando hay sangre derramada, o cuando lloran las víctimas, o cuando se pone el riesgo la seguridad del Estado, o cuando mueren los pasajeros de un avión, o cuando se exhiben las cabezas decapitadas de seres que vivieron o conocieron Manhattan, o cuando se desahucia a un matrimonio de ancianos, o cuando se ametrallan los campos de refugiados, o cuando se firma a algo tan lacerante como un expediente de regulación de empleo.

También hablo de ideas preconcebidas, de axiomas, del atavismo ético, de la linealidad espiritual o de la impermeabilidad conductual. Hablo y pregunto qué hay de cierto cuando se distingue entre buenos y malos, entre justo e injusto, entre perdonable o imperdonable. Hablo y pregunto por qué es tan sumamente sugestivo –en términos morales– recurrir a la política del descarte, o por qué es tan importante la confianza social. Hablo y pregunto por qué vindicamos con tanta ligereza las cárceles de máxima seguridad y los psiquiátricos, especialmente, los de baldosas blancas y correas prietas. Hablo de quien diseña en términos morales, en términos finalistas el derecho a la auto protección. Hablo de quien sitúa, o resitúa las barreras de lo permisible. Hablo de quien pone cara al poseedor de la blancura. Hablo de quien hace de la muerte un todo flotante, como una bola de hielo macizo a la que unos arrancan la raíz – verde, roja o negra– que la llena de voces, de angustia y de impulsos carnívoros.

Y cuando no hablo, me sumerjo en un sueño denso e intemporal. Un sueño compuesto por cientos de diapositivas en las que me reconozco con facilidad. Mi rostro velado por un filtro verdoso. El sueño se titula Bailar con la más fea. Cojo del brazo a la más fea mientras patalea y chilla como un cerdo. Quizá no sabe quién soy yo. Quizá ni siquiera la estoy tocando. Me conformo con mirarla detrás del cristal. Sin duda estamos bailando. Ella mueve sus pies dirigiéndolos hacia la escalera. No hay escalones, sino una tela de metal manchada con gasolina. Busco su mechero en los bolsillos del pantalón. Le pido que no me muerda. Me hinca los colmillos en el pulgar, mi dedo pulgar, aquél que sujeta mientras damos un paseo poco antes de que se enciendan las luces del corredor, o de que la puerta fría de la sala, con sus cortinas de acetona todavía plegadas, vea girar en su vientre la manivela del limbo. Se suelta cuando me llevo el dedo a la boca. Mientras cae, prende el mechero muy cerca de la tela. La bocanada de fuego se la traga. Desaparece como desaparecen las sombras. Me pregunto si quiero hacer algo más. La respuesta es sí.

Lo cierto es que no trato de ser condescendiente. En la condescendencia hay un punto redentorista, y también un sentimiento de pena. Se puede sentir pena y repulsión al mismo tiempo. El espacio es demasiado grande, diría que poliédrico. Yo padezco yo blasfemo yo juzgo yo condeno yo me arrepiento yo lloro yo pido perdón yo cobijo y yo, con una pala oxidada, echo la tierra dentro de la tumba, rodeado por un puzle de nichos soviéticos, algunos sin lápida, otros corroídos por la lluvia, estoy solo, nadie me acompaña, dicen que soy, una vez más, un tipo demasiado condescendiente.

Es una tarea titánica. Algunos dicen que blasfema. Conocí a un psiquiatra que me habló del mal absoluto. Acababa de leer un artículo sobre neuropsiquiatría. Quise comentarlo con él porque me resultó demasiado místico. Al psiquiatra le gustaba alternar en una taberna de la calle Cuchilleros. «Ya he dejado de trabajar», me dijo con los labios blancos, pero luego se irguió con la jarra de cerveza en la mano y me habló de la maldad, de la maldad atávica, de la maldad racional, de la maldad química, incluso de la maldad espiritual. ¿Qué diferencia hay entre un cerebro químicamente defectuoso y la personalidad psicopática de un criminal? Toda o ninguna, me dijo. El problema, tu problema, es que reduces la ecuación a una sola variable: una variable justificativa. Si la siguiésemos al pie de la letra, es evidente que no habría ninguna diferencia. Rectifico: tú no encontrarías ninguna diferencia, pero, en realidad, sí la hay.

La diferencia reside en la capacidad de decisión. La maldad no es un defecto de fábrica, al menos, no en todos los casos. Ello nos obligaría a definir la barbarie -cualquiera que sea– como un acto de anarquía robotizada, o al ejecutor como una marioneta con impulsos aleatorios. Mi brazo se mueve sin que yo pueda dominarlo. Mi dedo se encorva y no puedo meterlo dentro del pantalón. Mi (nuestro) yo verdadero –esa sustancia inmaculada, divina, carnal y limpia, nacida de Dios y de su genética pura, salvada por él, o aupada fuera del limbo por su mano buena– observa a su otro yo, también mi yo, como un holograma en tres dimensiones, con la pistola, el hacha, el detonador o el aval bancario en la mano, corriendo calle abajo, agachado en el portal, incólume en la estación o frío, como el acero de las jaulas, frente al ordenador, teléfono en mano, con el dedo pulsando la tecla «intro» en mitad de una felación gangosa y barata.

O quizá sí. Quizá seamos máquinas programadas, o reprogramadas, no por un ser divino, ni por esa cosa mayestática a la que muchos llaman Divina Providencia; no por conjunciones binarias que se retroalimentan en un espacio perdido, un espacio entre el ahora y el mañana, entre el pasado y su pasado remoto, más allá de toda consciencia, más allá de nuestra propia noción de descontrol.

Reconozco que yo fui un hombre reprogramado. Caminaba por la Gran Vía y un tipo me quiso robar la cartera en un semáforo. Tenía la piel quemada, marcas de viruela en los pómulos y una nariz gorda y rojiza como la de un alcohólico. Vestía una cazadora vaquera que olía a mierda. La misma mierda asomaba por los bolsillos delanteros. Mierda indiscreta, pero mierda al fin y al cabo. Sus ojos azules, huidizos, con aquella red de cabriolas alrededor de la pupila. No le importó la presencia del policía. Tampoco se pegó demasiado a mí. Cualquiera pudo ver su mano –imagino que la vieron– asaltando la solapa de mi chaqueta. Di un paso atrás. El tipo tropezó con un bordillo y estuvo a punto de caerse. Salió corriendo cuando el semáforo se puso en verde y le perdí de vista.

Quizá ese acto intangible de reprogramación hizo que, desde ese día, mirase con asco alrededor mío cuando me detenía en un semáforo. Observaba la horda horizontal de transeúntes pensando que era yo el observado, no por ellos, sino por ese mismo tipo, o por un alguien parecido a él, o por su hermano, por su primo, por su amigo, por su hijo, por su socio, por su mentor, por su discípulo, por su acreedor, por su confesor o por su juzgador. Alguien con el mismo olor a mierda encostrado en su ropa, en su aliento, en sus manos macizas y homicidas. Todos eran homicidas y asesinos. Homicidas, asesinos, ladrones, maltratadores y explotadores. Eran sucios.

Un simple movimiento, un simple pellizco en el estómago. Las ganas de vomitar causadas por ese olor a semen, a water, a zurrapa y a vodka. Él, sin quererlo, hizo de mí un hombre nuevo. Nuevo y peor. Me reprogramó. Pero pensemos por un momento si fue él quien reprogramó o fui yo quien se dejó reprogramar. Peor aún: pensemos si hubo algo que reprogramó a ese hombre antes de que él me reprogramase a mí, o si hubo algo que hizo de mí, no ya un hombre reprogramado, sino un hombre reprogramable.

Cualquier descenso a los infiernos, o a los infiernos del caos, nace de un estado de profunda debilidad. Algo me hizo débil aquél día. Algo me hizo cognitiva y corporalmente laxo. Pienso:

Mi principal cliente y pagador me llamó diez minutos antes. Me dijo que la estantería del almacén A2 se había venido abajo. Una estantería de cinco metros de altura cuyo montaje no supervisé, pese a que era mi obligación. ¿Algún trabajador herido? Ninguno, solo daños materiales. Entonces, ha sido un accidente. Un accidente causado por un trabajo muy mejorable, más bien deficiente. ¿Se da usted cuenta de que es la tercera vez en lo que va de año, y de que el Servicio de Prevención me ha recomendado, corrijo, me ha pedido encarecidamente que prescinda de sus servicios? No recuerdo que me disculpase.

Al colgar, pensé en mi mujer. Llevábamos dos meses sin hacer el amor. Esa misma mañana, le apreté el culo al salir de la ducha. Su culo redondo, ancho y bailón. Quise lamerle el rosetón de espuma que le caía por la raja, pero recordé la última vez que lo hice: mi lengua se volvió negra y torpe como la de un ternero. El gesto ni siquiera le inmutó. Supe entonces que aquél sería un mal día. Pero no me acordé de mi mujer por eso, sino por el comentario que me hizo cuando salimos de casa: llevamos cuatro meses de impagos y tenemos un descubierto de casi cinco mil euros.

Cinco mil euros: eso significa que habíamos gastado muy por encima de nuestras posibilidades. Pero no éramos una familia excesivamente licenciosa, sobre todo, después de auto imponernos un férreo plan de ingresos y gastos. Prometimos cumplirlo a rajatabla, casi de manera espartana. Hasta nos compramos un cuaderno en el que anotábamos cada céntimo que salía de nuestros bolsillos. Solo nos había durado seis meses.

Lo que me volvió laxo, y, por tanto, reprogramable, fue la idea de que nos fuesen a desahuciar.

Me imaginé junto a mi mujer debajo de un puente, arropados con una manta raída, con un cartón de brazos desmembrados por cama, observando las faldas palaciegas de la calle Segovia junto a un borracho con sangre en el pelo. Al amanecer, me levantaría para ir al almacén y atender los pedidos.

De ningún otro modo aquél tipo hubiera podido reprogramarme. Por ello pienso que, si en ese momento me volví anti algo –no quiero poner un nombre: ni yo mismo lo sé–, la culpa no fue solo mía. Fueron las circunstancias. Y sí: hay momentos en que nuestra capacidad de control, nuestra frágil y sobrevalorada capacidad de control, cede ante la sugestión de los malos pensamientos. Cede sin que lo sepamos. Cede hasta convertirse en una delgadísima lámina de humo rojo.

Tuve la seria tentación de matar a todo el que se pareciese a él. No hablemos de tentación, sino de necesidad, de impulso, de querencia mecánica. Y todo porque no soportaba la idea del desahucio, ni de que a mi mujer fuesen a violarla tres vagabundos con cerveza en la barba mientras yo apretaba los tornillos de una estantería industrial.

Alguien que no me conociese –probablemente un juez, probablemente mi abogado, probablemente el médico forense– me habría definido como un sociópata. Eso en el mejor de los casos. Lo peor hubiese sido el análisis del delito como una fotografía fija. Los hechos, con plenitud de detalles, expuestos en abstracto sobre una bandeja de madera. Un cuerpo seguido de su otro cuerpo, de su antes, de su desglose memorístico de expectativas, todas ellas frustradas, todas esparcidas como piezas de desguace alrededor del sumario. Me enfrentaría a ese orden perfecto, a esa simetría de acontecimientos solo apta para el juicio colectivo. Una masa segura. Una masa huidiza del caos. En el fondo, es como practicar una autopsia con los ojos cerrados: veo (ven), no aquello que encuentro, sino aquello que busco. Y lo busco (buscan) para no buscar una vez más, o para no encontrar, esa segunda vez, aquello que no deseo (desean) buscar, aquello que nace del miedo, o del asco, aquello que se transforma en reflexión en medio de la debilidad –de la debilidad carnal–, en medio de la abyección más intestinal y primigenia, en medio de la involución.

Hablo de mí como si tuviese derecho a recibir condescendencia, pero nadie –ni siquiera yo– diría con voz firme que Idi Amin era un sociópata, o que lo fueran Dick Hickock y Perry Smith. Jean Hatzfeld recoge en su libro Una temporada de machetes el testimonio de Alphonse: «Todo había resultado muy fácil; no se resistió. En el fondo, esa primera vez, me sorprendió mucho lo rápido que era morirse y también lo blando del golpe, por decirlo de alguna manera. No había matado nunca antes, nunca me lo había planteado, nunca había probado con un animal de sangre. Como tenía con qué, en las bodas o en Navidad pagaba a un chico para matase a los pollos detrás de la casa, para ahorrarme esa guarrería.»

La frialdad de los actos, su crudeza, su hedor púrpura y abominable puede conducirnos –nos conduce, de hecho– hacia estadios irreflexivos. Se es irreflexivo con las tesis del mal. Aún peor: se es cómodo ante la lógica irreflexiva que todos guardamos contra el mal, o contra sus tesis científicas.

Confieso que sigo viviendo en un apartamento con tres habitaciones y un salón de paredes blancas. El color limpio de la madera me hace pensar que vivo en el Soho. Hace dos años, convertí la terraza en un amplio ventanal desde el que poder contemplar el atardecer en Madrid. Al llegar a casa cada tarde, descorcho una cerveza, me siento en un sillón y observo la salida bruñida de la noche.

Confieso que me recuperé de la mala racha. Aquel descubierto fue solo un desajuste, un bache puntual, remontable; incluso, me pude comprar un coche nuevo.

Confieso que desaparecieron mis prejuicios.

Confieso que me reprogramé de la reprogramación.

Confieso que volví a ser indulgente con los delitos menores y que me me afiancé en mi repulsa hacia la violación, el homicidio, el asesinato, el terrorismo, el genocidio y la homofobia.

Confieso que me volví irreflexivo, como todo hombre de clase media, hacia las tesis del mal: defendí la cadena perpetua para pederastas y el internamiento de por vida de los trastornados mentales que hubiesen cometido delitos de sangre.

Confieso que no tuve reparos en descartar, sin más, a los descartables.

Confieso que, durante todo ese tiempo, he sido el padre de la hija más guapa del mundo.

Y si les he hablado del mal, de los orígenes del mal, de la razón del mal, de la evolución del mal, de la gestión del mal y del perdón del mal, es porque, tras haber acunado a una niña tierna, de ojos azules y de piel rosada; tras haber sentido esa explosión interna, absoluta, irracional e irrevocable que solo se siente por un hijo; tras haberla visto crecer, reír, llorar, suspirar, soñar y enamorarse con una pureza virginal y casi insoportable; tras haberla aplaudido ciegamente cuando se licenció en Bellas Artes y tras haber recibido sus abrazos, sus besos, sus consejos y su atención hasta casi el día de ayer, no puedo decir qué pudo querer, en qué pudo pensar, qué pudo anhelar, a quién pudo odiar, a quién pudo escuchar, qué pudo ver, qué pudo imaginar o qué quiso imaginar cuando, después de haberse desnudado y roto la piel del vientre con una navaja, decidió acuchillar, a sangre fría, a los pobres pasajeros que viajaban en el vagón.

Estoy convencido de que si ustedes estuviesen en mi lugar, querrían hablar, sin estrecheces ni límites de tiempo, de lo mismo que yo.

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