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IFIGENIA Y AGAMENÓN: BREVES CONSIDERACIONES SOBRE EL SACRIFICIO

Sacrificio. Qué bella palabra. Y qué cruel. En ocasiones, siento que su “i” me atraviesa el estómago como si fuera un cuchillo, como si no tuviera compasión, como si pretendiera inocularme una dosis de bondad que no puedo tolerar. Sacrificio… Cuando releo la tragedia de Eurípides Ifigenia en Áulide, imagino a Agamenón, rey de Grecia, rey de reyes, recorriendo los arenosos pasillos de su campamento frente al mar. El fuerte oleaje no le es propicio; su ejército aguarda con desesperación el inicio de la guerra con Troya; los jefes, incluido Menelao, amenazan con amotinarse. El oráculo exige un sacrificio, un regalo a los dioses tan extraordinario como inhumano.  El oráculo señala a Ifigenia, hija del monarca y del Clitemnestra, posiblemente la princesa más bella deGrecia. Y Agamenón, urgido por su deseo de gloria, envíauna carta a su esposa para que ambas acudan sin dilaciónal campamento.

Dado que no puede confesar la verdad, el rey arguye un acuerdo con Aquiles según el cual la princesa y el héroe contraerán matrimonio.  Pero el rey es padre, y no puede anteponer la gloria a la sangre de su sangre, al amor incondicional de una hija venerada que también venera, quizá con más entusiasmo, al padre y al rey de reyes. A la misiva, pues, le sigue otra, mucho más encarnizada que la primera, en la que Agamenón se desnuda sin cuartel, confiesa la traición y ordena a Clitemnestra no cumplir la orden. Sin embargo, Menelao, hermano del monarca, y rey de Esparta, intercepta la misiva y amenaza a su hermano con destronarle si no cumple su promesa.

Allí están madre e hija, orgullosas ambas de la promesa matrimonial con Aquiles, el semidiós. Pero este, ejerciendo como tal, y arrojando una luz oscura sobre la sombra, dice: «No seré yo quien desposé la princesa. El motivo de vuestra llegada no guarda relación con el amor sino con la guerra».

Clitemnestra, que además de reina es madre, madre devota, encara a Agamenón, le exige claridad, se arrodilla prometiendo venganza si sus palabras son ciertas. El rey, olvidándose de que es padre, o sintiendo tal condición mientras ejerce su mandato divino, se debe a los miles de soldados que desean lanzarse a un mar en calma y ocuparlas playas de Lyon. Es él, Agamenón, quien decidesacrificar a Ifigenia, a la hija que porfía mano a mano Helios.

Y cuando todo está dispuesto para el sacrificio, cuando parece que las tropas del rey de reyes se disponen aarrastrar a la princesa hasta la hoguera, Ifigenia, con un gesto calmado, con la mirada de una hija que asume la regia figura del padre, que ama al padre por encima de coronas y cetros, dice: «Hoy tú, Agamenón, no sacrificarás a tu hija. Será ella quien dé su vida por ti y por la patria».

Así, con altivez y belleza, se dirige la princesa al fuego, para encarar, con asombro de todos y alegría del rey, su llegada al Olimpo.

El sacrificio de Ifigenia bien puede considerarse un triunfo, o, al menos, la conclusión satisfactoria del dilema para la hija y el padre. Pero, suponiendo que el Olimpo no era sino una estación término, gloriosa e infinita, por supuesto, pero cúspide de una larga vida llena de tragedia y placeres, diremos que la princesa, asumiendo la muerte con heroica entereza, renunciaba al mismo tiempo a la felicidad, a las posibles nupcias con Aquiles u otro héroe,o al gozo de la contemplación que, siglos más tarde, Horacio reivindicó como una de las más altas virtudes.

Ifigenia renunciaba, pues, a la existencia, mientras que Agamenón se entregaba al destino impuesto por los dioses, o por los hombres, destino de guerra en las playas de Lyon, frente al rey Príamo y a su corte. Es posible que el rey de reyes, renunciando a la gloria, aceptará también su muerte, la cual habría sido indigna de un monarca. Los dioses exigían honor, sangre fría en la primera línea de una batalla que fue la guerra de guerras.

Nada comparable con las otras guerras de la historia, todas resumidas en destrucción de la carne. Ahora las guerras son anónimas. Ahora no hay héroes, sino soldados y víctimas igualados por la estadística, y los frentes –salvo notorias excepciones– no están en campo abierto, sino encasas, en habitaciones modestas, en camas difícilmente iluminada. El enemigo es difuso, y las razones para combatir se diluyen en el tiempo, se mezclan con la rutina y la vigilia, como si no hubiese una guerra, como si zarandear a la muerte fuese modo de vivir.

Es entonces cuando la hija, a la que llamaré Ifigenia, se pregunta por el futuro, por el placer y el amor, por la noción absoluta de equilibrio. Y también se pregunta cuándo y cuánto —nada es ajeno a la urgencia—, mientras la calle penetra la habitación del padre y la oscurece. Se trata de otra clase de guerra, con sombras que adelantan la playa de Ilión y acechan al rey, al rey envejecido, al rey que visita con demasiada frecuencia a su médico, al padre que observa la grisura en el rostro de su hija. Las maniobras de hoy son las maniobras de ayer, la batalla de hoy pasa por dormir una noche sin dolor, por recorrer el pasillo sin muletas, por almorzar un día más, aunque no haya apetito.

La guerra del padre, es decir, del rey, carece de gloria, pero tiene honor. El sacrificio de la hija, es decir, de Ifigenia, carece de vida, pero tiene esperanza. Y mientras él vive muriendo y ella muere anhelando un futuro vívido, ambos trasiegan los caminos de Áulide con un ojo en el Olimpo.

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