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IMAGINAR LA ALEGRÍA EN MITAD DE LA NOCHE

Incluso hoy, las calles de San Petersburgo pertenecen a Fiodor Dostoievski. En la Iglesia de la Resurrección o en las densas riberas del Nevá, retruena su voz adusta como si no hubiese muerto, como si fuéramos todos una prolongación de su conciencia. Pero es imposible dialogar con un icono, con un ser entreverado en el cemento de las calles que nos impone su obra más allá de su dolor. Intuimos el fantasma de Raskolnikof, su gran personaje, pero no a quien se enfrentó demasiadas veces con la muerte.

            Es imposible entender la obra del gran maestro sin remontarnos al 22 de diciembre de 1849. En una tapia de la plaza Semovensk. Dostoievski estuvo cerca de ser fusilado. La salvación vino cuando ya apuntaban contra él, frío ante el ruido arenoso de los soldados, ciego en la madrugada. El mismo dios al que imploró misericordia cuando se dirigía encadenado al poste fatídico quiso prolongarle la vida. Allí, arrodillado y tembloroso ante el mundo, nuestro autor entregó su alma a la literatura.

            Nadie ha relatado este momento histórico como Stefan Zweig, en su obra Momentos estelares de la humanidad. En uno de sus breves poemas, los dos autores entablan una conversación llena de luz y angustia, que nos permite abrazar la obra del genio como si fuese nuestra, como si él, por un instante, abandonara su mayestática ciudad para encerrarse en el viejo estudio de madera y observar.

            Solo el verso permite un diálogo sincero entre dos escritores. A él acudió Stefan Zwieig, y a él acude María Gracia Peralta para conversar con Safo de Lesbos, Virginia Wolf o Alfonsina Storni. En su poemario La libertad de las olas, los versos dedicados a las principales poetas de la Historia no son una aproximación, sino el espejo de quienes canalizaron su dolor a través de la palabra poética. Y, sobre todo, un ruego que aletea en las estepas del tiempo.

Maldices ––Alfonsina Storni–– tu calvario,

y desde las entrañas mismas de un condenado a muerte,

escribes.

            O implorando a Virginia Wolf:

Tu habitación es el refugio,

déjate llevar, escribe y olvida.

            Si Zwieg hizo suya la nieve que atenazó las rodillas del páter ruso, María Gracia Peralta, en un poemario sincero, firme y luminoso, nos brinda un encuentro con quienes, gracias a la poesía, pueden ahora imaginar la alegría que abandonaron en mitad de la noche.

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