Hubo un hombre invisible que dormía en la basura.
Entre cartones y mondas raídas, ablandaba su discurso y gemía.
Su código moral era inabarcable.
Conocía o decía conocer la maquinaria del mundo.
Pero era invisible.
Era una sombra acallada por la muerte.
Mi carne, por el contrario, es rojiza.
Brilla en mi piel el agua emparedada.
Duermo desnudo al aire libre.
Y ajeno a lo invisible, trazo mi discurso.
Pienso.
Opino, mientras juzgo al juzgador y al juzgador de quien me vio nacer, de quien me hizo un hombre sin filtros.
Me esfuerzo por desnudar la palabra vacía.
Me esfuerzo por desarmar la basura y gritar ¡Estoy aquí!
¡Soy yo!
¡Oídme!
Y entonces escucho dobleces y eco.
Burlas y esquinas sórdidas que me rehúyen.
No.
No soy invisible.
Siento el ardor de una mano en el muslo.
¡La aprieto!
¡La venero!
Pero cuando quiero replicarla, cuando quiero construir el verso más sucio, callo.
Callo, porque no me oigo.
Porque nadie me escucha.
Callo, porque vivo ensimismado en una cara sin rasgos.
Callo, porque mis palabras mueren con el ruido de los Grandes Hombres Muertos, sin que yo las paladeé, sin que signifiquen absolutamente nada.
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