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LA GEOGRAFÍA DEL COLOR

Hace ya muchos años, más de los que yo quisiera, tuve el privilegio de conocer a un extraordinario dibujante. Omitiré su nombre, porque su nombre no importa, pero sí diré que tenía un vastísimo conocimiento de los colores y una capacidad, casi alquímica, para refundir su anatomía. En una vieja película que guardo en mi estudio, aparece él, recto como muchos de sus trazos, explicando a dos ancianos la diferencia cromática entre A y B.

Muchos lo tildaban de ingeniero, de artesano, de orfebre de la paleta; pero él era ante todo un obrero. Un obrero destinado a reconstruir la geografía del color. En una oscura oficina, y asfixiado por ese ruido industrial que todo lo compacta y todo lo desalma, él hizo que las revistas de España llegasen al lector convertidas en una obra de arte.

Pero alguien decidió que el arte debía convertirse en técnica, y que la mano maestra que hasta ayer arrojaba luz sobre lo inmundo debía ceder el testigo a los formuladores de ecuaciones. Él aceptó, porque además de genio era un obrero extraordinario, y sin pompas ni liturgias inhumó su pincel.

España le debía un favor, y este se hizo carne junto a una máquina terrible que le anunciaba día tras día, y mes tras mes, la muerte del color. Fueron veinte años de regueros blanquinegros que hicieron de él un hombre ciego. Un hombre solitario. Un hombre que reside para mí en un viejo reproductor Súper 8, y cuya memoria solo comprendo a través de los versos de Horacio: «muchos hombres valientes vivieron antes que Agamenón, pero a todos ellos, sin que nadie los llore y desconocidos, los abruma el peso de una noche perpetua, puesto que carecen de sacro poeta que los cante».

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