A medianoche, cuando el dolor se volvió insoportable, el anciano abrió las ventanas y extendió la sábana en el balcón.
Comprobó letra por letra.
Las acarició.
Luego, en el salón, limpió escrupulosamente las fotografías de su vida.
Era el momento de ordenarlas.
Y de colocarlas en el suelo, dentro de un círculo iluminado con velas.
Y de abrir varias botellas de vino.
Y de marcar la página cinco en su cuaderno personal.
Cuando el dolor asomó por la garganta, transformado en vaho, el anciano abrió la puerta de su casa, bebió su última copa de champán y huyó al dormitorio.
Y allí, dormido para siempre, esperó a que comenzara su última y gran fiesta.
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