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LA VERDAD

La verdad está sobrevalorada. También su contexto. Lo supe hace muchos años, cuando visité a uno de mis clientes en la cárcel. Estaba acusado de asesinato, y pendía sobre él una petición de condena de casi cuarenta años. La investigación había sido larga. Testimonios, pruebas periciales, atestados que le situaban en la escena del crimen. Él defendía su inocencia, teorizaba al otro lado de cristal sobre conspiraciones y errores judiciales. Supe que mentía, y no tengo dudas de que buscaba mi aprobación. Quería que le creyese. Quería que me infectara con su infierno personal. O simplemente demandada comprensión. ¿Me debía importar, como abogado, que los hechos fueran ciertos, o que los detalles del sumario no fuesen una elucubración policial? ¿Era trascendente que mi cliente insistiese en su mentira, o que la emplease como escudo frente al mundo y frente a sí mismo? Por supuesto que no.

Todos mentimos. Yo miento. Lo hago como abogado, lo hago como marido y lo hago como hijo. Miento cuando busco protegerme de mi debilidad. Miento para no sentirme rechazado. Miento, porque mi verdad es una mentira fabricada por el dolor. Miento (mentimos) porque siempre hay razones involuntarias.

Cuando hace unas semanas el abogado convocó a los medios y dijo, tras salir de la cárcel, que abandonaría la defensa de su cliente si las pruebas enervaban su inocencia, me pregunté si esa declaración no era en sí misma una mentira. Posiblemente la escena fuese parecida a la que yo viví. Los mismos gestos al otro lado del cristal. La misma psicología no verbal arrojando luz sobre los folios. Las mismas certezas y el mismo debate moral. Ante el criminal, ante la sombra de carne y hueso que flirtea con las dudas y con la ética del abogado, no sirve la verdad, ni la mentira, sino la compasión transformada en silencio o el deseo de una muerte segura.

 

 

 

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