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LAS LEYES DE NUESTRA NECESIDAD

Os confesaré un pequeño secreto: no hay mayor reto para escritor que construir personajes creíbles, mujeres y hombres que trasluzcan sus grisuras y matices, que sepan pender de un hilo mientras se enfrentan al conflicto por el que fueron concebidos. En ocasiones (yo diría siempre), nos enfrentamos a un proceso mayúsculo intentando no caer en esa planicie monocorde donde todo es previsible, donde las preguntas, más allá de su complejidad, se responden de forma anticipada. Es esta, os lo aseguro, una labor titánica.

¿Por qué razón nos adentramos en lugares comunes cuando hablamos del ser humano? ¿Acaso lo somos? Si aceptamos que nada en nuestra vida es blanco o negro y que hasta lo más burdo nace del dilema; si es un hecho objetivo que todos acumulamos incógnitas, contradicciones y anhelos de imposible nomenclatura, ¿por qué nuestros personajes, o los héroes de esa ficción superlativa llamada realidad son tan simples? ¿Por qué aceptamos la simpleza como valor literario hasta el punto de sobrevalorar su legibilidad?

El escritor no debe caer en ese error. ¡Está en su mano! Le basta con mirar a su alrededor y analizar los gestos de quienes cruzan la avenida, de quienes atraviesan su vida con una palabra, con una afrenta o con una dosis de fugaz belleza. Al escritor le basta con mirarse al espejo y despejar sus cicatrices como si fuesen ecuaciones de elevadísima intensidad. En ellas (en todo ello) reside el relato. Será el relato del prójimo porque, tratándose de contradicciones, dilemas y preguntas sin respuesta, nos parecemos demasiado.

Me sorprende que, siendo como somos un continente complejo, lleno de aristas y violencia, aspiremos a la uniformidad, a eludir ese debate interno que tanto nos asusta, que nos convierte, a pesar de este mundo imperfecto, en personajes perfectos de una novela. En el epílogo de Guerra y Paz, Tolstói recurría a las leyes de la necesidad para explicar las razones del hombre, para entender sus episodios de absentismo y desazón. Nadie como él supo retratar el cambio del ser humano, su mutación física, sus encumbramientos y caídas espirituales. El escritor, convertido en Dios y asumiendo el desafío de juzgar a sus criaturas, reclamaba una mirada atenta a las causas y orígenes de la conducta humana. Nada es compresible, decía, no siquiera la reacción de un personaje ficticio, sin atender su necesidad, sin reparar en las razones, lógicas o no, que apadrinan su estado de consciencia. Tolstói supo desplegar su particular mapa de emociones. Era minucioso y sutil. Era un territorio en el que poderosos y desterrados cohabitaban desnudos. El mismo maestro era un ser complejo y atormentado, pero también lúcido. Su alma era una máquina compuesta por miles de piezas defectuosas, dependientes entre sí y sujetas ilógica compostura que le impuso el destino. Tolstói fue un personaje sobresaliente y murió como tal, deshecho por la gran duda que solo él convirtió en dogma y que despreció, o supo despreciar, por amarla demasiado.

Los escritores no somos ajenos al mundo. Yo no soy ajeno a este mundo. Y en él, lejos de aplaudirse la contradicción, se penaliza a quienes no pueden simplificar la felicidad. No caben la duda ni la discordia en este escenario absoluto henchido de color y mensajes absolutos. ¡Yo también me penalizo y fustigo! Esa es la razón que nos impide construir personajes creíbles: ni siquiera nosotros, los escritores, que hemos hecho de la literatura el único gran espejeo, sabemos leer las leyes de nuestra propia necesidad.

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