Es como una nacimiento.
De la nada, o de la nada que vive en el enjambre y el claxon, en la furia de los ruidos baldíos, salto al nuevo mundo.
Un mundo más lento.
Un mundo en el que rigen, como profetas del abismo, los besos y la magia carnívora.
Y también las batallas de edredón.
Y las risas (o confesiones) que abortan el frío obsceno de la noche.
De repente, el llanto se convierte en balada.
Y el asfalto se ablanda, para que pueda mirarte.
Y dormir a tu lado.
Y hacerte el amor, como solo haría un náufrago, bajo esta bóveda florenciana.
Porque solo yo bailo en el mundo.
Bailo porque tú me pides que baile.
Bailo dentro del silencio y la caricia.
Bailo contra la ingrata distopía que abre la ventana y me expulsa.
Y me arrastra hacia la maldita jaula ruidosa en la que ya no importo.
En la que muero o nazo ajeno a ti.
En la que escribo, como un moribundo, a la intemperie y lejos de la lluvia.
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